Especulemos que Alberto Fernández, quien será desde mañana presidente en ejercicio de la República Argentina, haya tomado conciencia de la enormidad de la crisis económica de su país y de que toda solución posible pasa por la liberación de mercados y el ajuste fiscal. También es especulativo pensar que su vicepresidente y líder de una fuerte mayoría legislativa, Cristina Fernández de Kirchner, encausada por varios delitos, definitivamente no entenderá la gravedad de la situación y se opondrá de todas maneras a la corrección de las distorsiones. La especulación más atrevida consiste en que el presidente Fernández se las ingenie para birlar el poder a la viuda, mediante juegos de alianzas y favores, con lo que podría comenzar a estructurar reformas limitadas que aminoren y retarden el desastre. Es decir, aproximadamente, el tipo de maniobra ejecutada con relativa eficacia por el presidente ecuatoriano Lenín Moreno, mediante la cual neutralizó a su antiguo aliado, el exdictador Rafael Correa, encausado por delitos similares a los de su carnal Cristina.
Este escenario parece tener posibilidades de pasar de la fantasía a la realidad, si se atiende a las similitudes de los procesos experimentados por los movimientos populistas de Ecuador y Argentina. Pero las diferencias entre ambos países y, sobre todo, entre sus respectivos fenómenos caudillistas complican la materialización de ese sueño. El peronismo no es creación de los Kirchner, aunque lo hayan copado, es una tendencia con tres cuartos de siglo de existencia, con un poderoso brazo sindical y una amplia estructura política, que ha sobrevivido años adversos sin perder nunca su fuerza decisiva en la política argentina. Nada que ver con Alianza PAIS, que no tiene aparato sindical ni organización sólida y se desgranó como mazorca agorgojada al primer tirón. “Se han visto muertos cargando adobes”, dice mi madre para expresar que, a veces, pueden concretarse cosas que parecen imposibles, pero la solución “leninista” parece “un poquito imposible”, como decía el maestro Lucho.
Entonces, aterrizando, se pueden ver dos posibilidades. El peronismo, a pesar de su trayectoria de poder e influencia, no es una tendencia con una ideología muy coherente. Aunque su material genético es inequívocamente fascista, ha tratado de aparecer como movimiento de izquierda, lo que no le impidió en los años 90, durante las presidencias de Carlos Menem, embarcarse en una política con deriva liberal, privatizaciones y convertibilidad monetaria. Por eso, podría ocurrir que el presidente Alberto implemente un programa de liberalización moderada, con la intencionada indiferencia de Cristina, a cambio de ciertas concesiones, sobre todo del olvido de las acusaciones contra la expresidente y su pandilla. Pero también puede suceder que predominen las tendencias extremistas del peronismo e impongan una política que profundice el matiz socialista insinuado en campaña, más intenso aún que el que tuvieron las administraciones de los Kirchner. Todo esto son, como digo, hipótesis, especulaciones y hasta fantasías, pero si la opción escogida por Alberto se aproxima a la última descrita, lo que sí no es fantasía es que Argentina entrará en un proceso de venezolanización definitiva. (O)








