Quienes están empeñados en proponer reformas electorales deberían tomar en serio la danza de millones del arroz podrido que se cocinaba en las oficinas de la Presidencia de la República bajo la vigilancia del chef máximo. La relación entre este hecho corrupto y las leyes de elecciones y de partidos está en el financiamiento de la política. Esta es una actividad que, cuando se la quiere hacer en serio, resulta costosa y cuando se la hace a escondidas, mueve mucho más dinero. Por tanto, algo tiene que ver con la legislación al respecto.

Que un partido cualquiera requiere de recursos para realizar sus actividades es una realidad que solamente por hipocresía no se quiere reconocer y por tanto no se la formaliza con el reconocimiento legal. Disponer de un local por lo menos en cada una de las capitales provinciales supone un costo. Este se incrementa si se quiere que ese local tenga vida, que cuente con personal estable encargado de la administración. Mucho más si se pretende acudir a especialistas para hacer los estudios que el partido necesita para entender al país y, sobre esa base, proponer soluciones. Finalmente, el costo se incrementaría sustancialmente si esa organización decidiera transparentar, no solamente ante la ley y las autoridades, sino frente sus propios seguidores, el carácter profesional de sus dirigentes. Si son personas que viven para la política, lo ideal sería que vivan de la política.

La trama arrocera es una manifestación de los efectos nefastos que tiene la hipocresía en el tratamiento de este asunto. Al no reconocer que la política es una actividad como cualquier otra, se la maneja bajo múltiples disfraces que, como en este caso, facilitan que quienes están acostumbrados a vivir en los espacios pestilentes de la corrupción actúen a sus anchas. Los pagos que deberían aparecer como remuneraciones honestamente ganadas por el trabajo político se ocultan detrás de siglas y códigos con los que se pretende esconder a donantes y receptores. El resultado final es que la política termina como una actividad sucia y relegada a zonas oscuras a las que no puede llegar la mirada de la ciudadanía.

La ley de partidos debe ser revisada en función de esta realidad, especialmente desde el artículo 353 hasta el 369 del pomposamente llamado Código de la Democracia. Es imprescindible que las organizaciones políticas sean tratadas como instituciones de derecho privado, con los mismos derechos y obligaciones que todas las entidades que mantienen personal estable y remunerado. Obviamente, esto no quiere decir que la trama corrupta de los arroceros verdes se tejiera solamente por ausencias y vacíos en la ley, pero sí es muy probable que si hubieran existido disposiciones y procedimientos orientados al sinceramiento y a la transparencia, habría sido menos fácil para ellos y la justicia habría actuado de manera más expedita. Como en todos los campos –e incluso más que en otros–, los entramados institucionales diseñados al amparo de la hipocresía son el mejor caldo de cultivo para la corrupción. Muchos más si el gobierno lo ejercen bandas delincuenciales. (O)