Había pasado el día leyendo al pie de un árbol, sentada, recostada panza abajo, panza arriba, de lado, inevitablemente incómoda pero extasiada. Leyendo un libro de esos que dan miedo porque después de cada párrafo nos obligan a exclamar: ¡Sí, exactamente, estoy totalmente de acuerdo! Da miedo rendirse con tal adoración ante las ideas ajenas, un miedo como el que se siente al enamorarse de alguien con esa pasión que nos vuelve ciegos a los defectos. Sometida, pues, por la brillantez de este autor, entregada con los brazos abiertos a sus ideas, convencida de que alguna vez se me habían ocurrido a mí también, pero en palabras infinitamente inferiores, me aferraba al libro con tal devoción que boquiabierta rumiaba una y otra vez cada una de sus páginas. Lo leía de adelante para atrás y de atrás para adelante, en voz alta y baja, para mí y para cualquier víctima que se aventurara al jardín a ver en qué me ocupaba.

Había sido un día caliente y húmedo. El sol, un boxeador inmisericorde: golpeándote hasta que mareado y exhausto caes rendido a sus pies. Pero refugiada a la sombra de los árboles, sobre una manta azul que me protegía de las enormes hormigas bicolores que poblaban el césped, pude leer durante horas sin adormecerme. Tan cautivada me tenía mi recién descubierto autor, desvelada como un primer beso, que ni el arrullo de la brisa entre las hojas, ni los golpes mortales de la humedad lograron arrebatarme mi libro de las manos: El corazón de los diarios de Thoreau.

Lo había comprado unos días atrás en un gigantesco almacén de libros usados. Pocas cosas me entusiasman más que pasearme entre estanterías atiborradas de libros. Me basta su presencia para ser feliz. A veces ni siquiera necesito abrirlos, basta con que estén ahí. Me gusta mirar sus lomos y examinar su extraña suerte: condenados a convivir piel con piel, sistemáticamente colocados junto a otros libros según la lógica siempre arbitraria de sus dueños o guardianes: por época, género, orden alfabético. De tal suerte que algunos terminan olvidados tan solo porque el destino les deparó el estante inferior mientras otros, quizá innecesarios (fruto de la vanidad de sus autores), gozan del privilegio de haber quedado a la altura de la vista de compradores y visitantes. Justiciera a lo Robin Hood, yo suelo fijarme primero en los libros recluidos en rincones mal iluminados, en estantes demasiado altos o bajos. Y es así como di con ese libro de Henry David Thoreau que conquistaría mi corazón.

Mentiría si digo que nunca había escuchado su nombre. Lo mencionaban algunas novelas de Paul Auster o Jonathan Franzen que llenan mis mañanas. Sabía que era un pensador estadounidense del siglo XIX. Pero jamás imaginé que tendríamos una afinidad de almas gemelas, que su lectura cambiaría mi vida, me obligaría a detenerme y reconsiderar, a recordar cosas que durante años había sospechado, algunas de las cuales había incluso llegado a escribir con mis limitados medios, y me haría volver a mí, a aquellos pensamientos fundamentales que guían mi vida y mi relación con los seres y las cosas.

Harto de la falsedad de las instituciones que lo rodeaban (desde la universidad hasta las iglesias, el Estado, el sistema financiero), Thoreau (Concord, 1817-1862) se retiró a vivir en soledad y sencillez en medio del bosque. Allí se dedicaría a observar, reflexionar y escribir. Es natural que se haya expresado públicamente a favor de la abolición de la esclavitud, pues nada distingue más su pensamiento que la defensa de la libertad: la libertad espiritual (la fe libre de credos e instituciones) y moral (defender lo bueno incluso cuando es tu mismo gobierno el que impone “legalmente” el mal, llamando en esos casos a la desobediencia civil). Thoreau afirmaba que no hay nada más esencial para la salud espiritual y física del ser humano que su relación íntima y personal con la naturaleza. Nada eleva más el alma y nos fortalece más que la observación de la naturaleza como una expresión de lo divino. Allí, en lo sencillo, lo tenue, frágil y cambiante se halla el fundamento de la vida.

Comparto con mis amables lectores estas palabras de Thoreau que, aunque escritas en el invierno de 1838, bien nos pueden liberar de las absurdas fiebres viajeras de nuestra alocada época: “Cada hoja y cada rama amanecieron cubiertas de una brillante armadura de hielo, hasta en las briznas de hierba pendían innumerables diamantes que tintineaban alegres cuando los rozaba el pie de un viajero […] Así es eternamente la belleza, no se encuentra aquí ni allá, ahora ni antes, no en Roma ni en Atenas, sino en cualquier lugar donde exista un alma que la sepa admirar. Si la busco en otra parte porque no la encuentro en casa, en vano será mi búsqueda.” (O)