Desde el inicio de la ola democrática, en América Latina las elecciones han alcanzado niveles de eficiencia, eficacia y transparencia bastante aceptables. Obviamente, siempre hay denuncias de irregularidades, pero en la realidad son más bien excepciones. Cuando ocurren son tan evidentes que los propios beneficiarios las reconocen con condecoraciones a los encargados de realizarlas (está fresco el recuerdo, ¿no?). En otros términos, no hay mayor problema en toda la trayectoria del voto, desde que es recogido de manos de los integrantes de la mesa hasta que es sumado a los demás, pasando por la introducción en la precaria caja de cartón que hace de urna y por la elaboración del acta. Mal que bien, es un proceso que está vigilado y que puede ser revisado o auditado. Pero esa es solamente la punta del iceberg. La parte que está sumergida es la del dinero que se pone a circular para favorecer a unos y perjudicar a otros.

Ahí está el problema central de ese componente fundamental de la democracia que son las elecciones. La masificación de las sociedades lleva inevitablemente a que la política deba escenificarse en un espacio público que rebasa largamente la relación cara a cara o la del balcón y la tarima. Las concentraciones masivas son performances que solamente en la forma se parecen a las del pasado y que requieren de enormes recursos para su realización. Por su parte, el desarrollo de los medios de comunicación y de las redes sociales ha trasladado la plaza pública al espacio radioeléctrico y cibernético, lo que exige nuevas formas de comunicación que a su vez significan mayores esfuerzos y costos. La exigencia de equipos especializados viene de la mano de estos cambios. Una campaña no puede ser hecha sin técnicos que sepan leer las encuestas, que interpreten los grupos focales, que armen el discurso adecuado para cada ocasión y que, entre muchas otras actividades, transformen a los candidatos en el modelo que en ese momento quiere la voluble mayoría. Si se quiere hacer política en serio, por lo menos en temporada electoral, hay que contar con un funcionariado a tiempo completo más que con eufóricos militantes que dan prioridad a sus obligaciones. Finalmente, hay que asegurar el bienestar de la gente convocada y acarreada para aplaudir, lo que significa transporte, un tentempié y una bebida.

Ciertamente, la política cuesta. Por ello, cada cierto tiempo aparecen denuncias de manejos no santos de recursos públicos o de la presencia de dinero sucio en las campañas. En estos días confluyeron dos hechos que demuestran, por un lado, la dimensión que puede alcanzar esto hasta convertirse en un caso claro de corrupción y, por otro lado, lo difícil que resulta encontrar una fórmula efectiva para controlar el origen y los montos de la plata que circula en ese campo. El financiamiento de las campañas de AP en 2013 y 2014 muestra el nivel al que puede llegar la podredumbre. Los esfuerzos del Consejo Electoral por introducir reformas en la ley expresan la dificultad para enfrentarla. (O)