Hace algún tiempo leí una entrevista de Vila-Matas en la que confesaba que Doctor Pasavento era su mejor novela. Los que lo han leído conocen su inusual talento. Obras que parten y concluyen en la literatura. Sus fuentes, insisto, se reducen casi exclusivamente a lo literario: sus formas, juegos y posibilidades. Poco más le interesa. Es curioso, sin embargo, que la novela mencionada trate de un autor que anhela desaparecer. Un autor que intenta dejar de ser autor. No solo, podríamos decir, en un esfuerzo flaubertiano de desaparecer tras la palabra exacta e instaurar el reino de la objetividad. Es algo más profundo: el olvido de uno mismo. Superar (empresa naturalmente imposible) la propia subjetividad para poder así abrazar de modo definitivo la verdad. Buscándola como si de ella dependiera la vida toda, desde lavarse los dientes hasta leer una novela. “Sabré escribir para mis abismos personales. Y a quienes se crucen en mi camino les diré que busco la verdad. Se lo diré como ausentándome, como quien se aleja para poder saludar a la belleza.” ¿Por qué, se preguntarán, esta larga introducción y, quizá también, dónde quiero llegar? Algo puedo decir: hoy no escribiré de Pasavento sino de la desaparición.

Escribo de Vila-Matas porque en ninguna de mis columnas le hice un honor a la altura de sus méritos (de ninguno pude decir algo a la altura de sus “méritos”), y ahora estoy por desaparecer como el mencionado Pasavento. En esta columna de ya cinco años de antigüedad procuré actuar en justicia con varios de los autores que más me han regalado en cuanto a belleza y honestidad intelectual, buscadores que honran esa palabra. Dostoievski, quien en nombre de la literatura me cortejó de forma definitiva con Crimen y castigo; y luego Shakespeare, Flannery O’Connor, Borges, Dickinson, Zagajewski, Ishiguro y Cartarescu. Hoy me despido y les agradezco queridos lectores por su calurosa atención y sus mensajes, tanto en las redes sociales como por email, así como por su paciencia y su perseverante apoyo en mis primeros pasos en el mundo literario, el único territorio al que llamo verdaderamente mío.

Agradezco de manera sucinta y especial a Nila, Liliana y El Universo, no puedo hipotecar el destino final de estas líneas con incontables nombres a los que debo mucho, quienes me abrieron las puertas cuando apenas movía las alas y mis sueños ya volaban. Parto o “desaparezco” por razones meramente personales, entre ellas algunos proyectos en los que estoy trabajando. A modo de ejemplo, mi primera novela que ya tiene sobre sus hombros dos años de trabajo y que nada del mundo le quitará al menos otros dos. Apareceré, eso deseo, de manera esporádica mas no en día fijo.

Me despido indefinidamente con los enigmas de Zagajewski, los mismos que me han perseguido en estos años y de los cuales he procurado balbucear, en estas líneas que se consumen, mis sospechas e intuiciones: “¿Por qué las novelas policíacas son aburridas? Porque el único misterio que contienen es la pregunta de quién mató al señor L. Mientras que el único misterio auténtico es la pregunta de qué es el mundo. Qué es el fuego. Qué, el aire”.

Gracias. (O)