Hace poco leí un discurso (La utopía de la lectura) que dio Mircea Cartarescu en Madrid. A los días de recomendarlo, encontré un comentario que aplaudía la obra del rumano aunque le echaba en cara que no había citado a ninguna mujer. Cartarescu escribe para “comprender” la existencia. Solenoide (2015), “ensayo-río” como lo denominó Pérez Ordóñez, es un ejemplo palpable. La intención es explícita: “No escribo para que esto lo lea alguien, sino para intentar comprender qué me pasa, en qué laberinto me encuentro, a qué examen me someten y qué tengo que responder para escapar indemne”. Cuando cita en su discurso a Kafka, Rilke o Dostoievski, sus autores esenciales, lo hace como encarnaciones de la esencia humana que quiere encontrar sentido. “Ningún libro tiene sentido si no es un Evangelio”. En ese contexto importa poco su género y menos aún su sexo, importa la humanidad indagadora.

Es evidente (y lamentable) que sean pocas las mujeres aludidas en el “Canon occidental” (sea lo que eso sea). A pesar de ello, sospecho de la afirmación “canon sexista” y otro tipo de politizaciones de la literatura. No sé las razones por las que hay pocas mujeres en ese supuesto canon, no sé si todo se reduce a una tristísima sucursal del patriarcado. Lo que sé es que si fue de esa manera, tuvimos una pérdida irreparable e injusta de literatura de alto vuelo. Y precisamente por ella abogo en estas líneas: una literatura que es ante todo arte, sean cuales sean los materiales de que esté formada.

Creo en el arte por el arte, en su inutilidad y desinterés, en la poesía y la belleza. Creo en la literatura que, tal vez, no nos haga (directamente) mejores (ni peores) pero que nos enseña a escucharnos, a dialogar con nosotros mismos. Si en lugar del supuesto patriarcado hubiera existido un también venenoso matriarcado, a lo mejor no conoceríamos Ana Karenina ni Los miserables, y eso resume la cuestión. Lo que perdimos o perderemos con mentalidades mezquinas es injustificable.

Sospecho de la afirmación “canon sexista” por temor a que se deje de leer Hamlet o Crimen y castigo por un juicio apresurado sobre sus autores. O porque incentive lecturas militantes y apenas literarias por el solo hecho de que lo escribió una mujer (¿cómo se distinguirá luego una buena escritora, pongamos Alejandra Pizarnik, de una mediocre? ¿Acaso por sus ideas?). O, y quizá esto es lo principal, porque la enseñanza de la literatura (ahora casi nula y siempre vaga) se tornará un mecanismo de compensaciones históricas y un campo para hurgar enemigos ideológicos o fósiles patriarcales. Creo, insisto, en el desinterés de las artes. Las clases de literatura deben promover el amor a la lectura por sí misma, no instrumentalizarla (leer para tener vocabulario o “cultura”). Cartarescu nuevamente: “Quizá solo leamos para regresar a la edad en la que aún éramos capaces de llorar con un libro en las manos”.

Al final de todo, ese enfoque será el único que valorará en su justa medida la literatura (auténtica) femenina. Ni Homero, ni Emily Dickinson, ni Goethe, ni Lispector, ni Flannery O’Connor necesitan campaña, son best sellers sumando sus ventas a través de los decenios.

(O)