En estos días, cuando permanece clausurado el quirófano para la cirugía mayor de la corrupción, es recomendable la lectura del libro Odebrecht. La historia completa, del periodista colombiano Jorge González. No trae hallazgos nuevos, a más de alguna hipótesis sobre la participación de conocidos personajes, pero sí contiene buen material para combatir la amnesia que amenaza con convertirse en pandemia. En síntesis, es una recopilación de los hechos de corrupción y los respectivos procesos judiciales abiertos en Perú, Ecuador, Colombia y Panamá, con alcance hasta agosto del 2018. La manera en que ha actuado la justicia frente a poderosos políticos en todos los casos, le permite al lector construir su propia visión comparativa y encontrar explicaciones para los avances y retrocesos que se presentan en su país. Así, mientras la justicia peruana tuvo la independencia y la voluntad necesarias para superar todas las barreras –incluida la sucia jugada del fiscal general hace pocos días–, y la panameña pudo encarcelar a un expresidente y poner en fuga a sus dos hijos, algo pasó para que en Ecuador y Colombia se frenen las investigaciones y no se haya podido llegar hasta los capos.
Aparte de mantener viva la memoria sobre la más fuerte ola transnacional de corrupción del continente, el libro permite sostener dos conclusiones, una más nueva que la otra. La primera, la vieja, es que ninguna ideología constituye un antídoto para esas prácticas. La estrechísima alianza público-privada, que fue la base de esas operaciones, operó en regímenes de ambos lados, de izquierda y derecha. La impunidad, que hasta el momento va imponiéndose, tampoco está asociada al color del gobierno. Si a los casos reseñados en el libro se suman los demás en que participó la empresa brasileña y otros protagonizados por diversos actores, se comprobará que el problema es más grave, precisamente porque no puede ser atribuido a una tendencia específica. Quienes piensan que la solución consiste en cambiar el color político del gobierno, será mejor que vayan dejando de lado el optimismo. Las causas no están en la ideología, hay que buscarlas en la permisividad de la sociedad y en la debilidad de las instituciones.
La segunda conclusión, la más nueva, es que las acciones de la justicia en los países recogidos en el libro, invalidan la cantaleta de la persecución política esgrimida por sectores de la izquierda continental. Quienes buscan cubrir sus delitos con denuncias de un complot internacional contra seres inmaculados, aluden únicamente a los casos de Argentina, Brasil, Venezuela o Nicaragua. Harían bien en revisar el libro para comprobar que la acción judicial no se limita a esos países y que ha apuntado tanto hacia la derecha como hacia la izquierda. Una buena lección vino desde un gobierno de izquierda, cuando el expresidente peruano Alan García pretendió acogerse a la figura de la persecución para solicitar asilo y Uruguay se lo negó señalando, diplomática pero explícitamente, que no era un perseguido político sino un sospechoso de delitos comunes. Pierden piso los intentos de llamar persecución política a la acción judicial. (O)