Es un motivo bien conocido la algarabía que produjo el trasatlántico británico RMS Titanic porque, en la época del viaje inaugural en 1912, ofrecía lo máximo en tecnología. Además, ese buque estaba diseñado para brindar a los pasajeros y tripulantes todo el lujo y la comodidad posibles para una larga travesía. La embarcación fue presentada como una realización inigualable de la modernidad del siglo XX, lo que dio pie a una serie de muestras de la arrogancia humana –como creer que era indestructible– que resultó irónica y trágica, pues a pocos días de haber zarpado chocó contra un iceberg en medio del océano Atlántico.

Aunque sobre este desastre se han producido libros, canciones y películas, es muy difícil retratar toda la angustia que debieron sentir las 2.223 personas que iban a bordo y que veían atónitas cómo estaban naufragando en las aguas heladas. De hecho, debido a las obsoletas normas de seguridad de ese tiempo –el Titanic no tenía botes salvavidas ni para la mitad de los pasajeros–, solo 709 personas se salvaron. El Titanic continúa siendo una metáfora para sopesar todas nuestras creencias y convicciones que consideramos sólidas y potentes, pues todo lo humano termina por hundirse. Allí está la muerte para confirmar este aserto.

El escritor alemán Hans Magnus Enzensberger –ya de 89 años– publicó en 1978 El hundimiento del Titanic, un largo poema que rememora la catástrofe en el mar mientras la voz poética habita una Habana castigada y sombría debido al fracaso de los planes económicos cuando la joven utopía cubana se propuso en 1970 lograr una zafra de diez millones de toneladas. En el poema se vivifica la amenaza del iceberg: “Mejor es no pensar en lo que pesa / un iceberg. / Cuantos lo han visto / no olvidarán jamás tal espectáculo / aunque vivan cien años”. Otra potente imagen: todos hemos padecido la amenaza de algún iceberg.

Para Enzensberger, el Titanic encarna el mito del progreso: “Toda innovación conlleva una catástrofe: / nuevas herramientas, nuevas teorías, nuevas emociones; / eso es lo que se llama evolución”. Y ya hemos atestiguado de qué manera las gigantes promesas de la vida moderna, las del buen vivir incluidas, se topan con escollos que desmienten esos ofrecimientos que iban a solucionar los males de las sociedades. Así lo visualiza el poema: “Las penúltimas palabras de un grave caballero / poco antes de hacernos a la mar: / ¡Ni Dios mismo podría hundir este barco! Bueno, / no lo oímos. Estamos muertos. Nada sabíamos”.

Cada uno de nosotros debe estar responsablemente alerta del iceberg que, en algún momento, va a estrellarse contra nuestro Titanic, pues vivimos tiempos de falsos radicalismos y modas extravagantes que recogerían nuevas sensibilidades que pueden llegar a ser antiguos fanatismos disfrazados de nuevos progresismos. Según Enzensberger, “no hay que ser un Hegel para darse cuenta / de que la Razón es a la vez razón y no razón”. En un momento de gran patetismo, la voz poética nos hace estremecer con los gritos de 1.514 personas que encontraron sus tumbas en las aguas gélidas: “¡Lo peor no termina nunca!”. (O)