En una conferencia en Madrid, Rafael Correa dijo que no tenía sentido hablar de regímenes híbridos para referirse a las democracias defectuosas. Pocos días después, el presidente francés, Emmanuel Macron, aludió a las democracias iliberales para alertar acerca de los peligros que se ciernen sobre la Unión Europea. Se refería específicamente al avance de las fuerzas políticas, tanto de izquierda como de derecha, que allí se consideran populistas. También aludía a los gobiernos de países de fuera de la Unión que ya han tomado ese camino, como Rusia o Turquía, que de democracia solamente les quedan las elecciones (no siempre limpias). Son, para disgusto del líder local, regímenes híbridos, a medio camino entre la democracia y el autoritarismo.

Unos quince años atrás, el periodista de origen indio Fareed Zakaria acuñó el término democracias iliberales para calificar la deriva autoritaria de algunos países. Sus características eran el debilitamiento del Estado de derecho, la restricción de las libertades y la implantación de gobiernos autoritarios. La partícula “i” indicaba la carencia o la pérdida de los elementos liberales que caracterizan a la democracia contemporánea y sin los cuales esta va perdiendo su nombre. En Ecuador circuló en ese tiempo un artículo de Zakaria, editado por el programa de apoyo a la Asamblea Constituyente de 1998 sustentado por el BID. En varios países se lo utilizó para reflejar la situación que se iba creando bajo gobernantes autoritarios de diverso signo político. Esa denominación se añadió a otras que destacaban el carácter híbrido, como las de democracias delegativas o autoritarismos competitivos.

La negativa del expresidente a reconocer la validez de esas denominaciones no tiene una explicación académica. Es política. Si él llegara a aceptar que pueden existir regímenes que se sitúan entre la democracia y el autoritarismo, negaría automáticamente su visión maniquea, aquella que ve el mundo en blanco y negro. Es algo que no va con él, mucho menos cuando se avizora el desmontaje de los componentes autoritarios del régimen político que dejó instalado. Cada día está más claro que, entre las tareas pendientes para cerrar la etapa del correato, se encuentra precisamente la recuperación de los contenidos básicos de la democracia.

La revolución ciudadana transformó al país en un régimen híbrido, no solamente por la gestión autoritaria de su líder y la obediencia silenciosa de todos los poderes del Estado, sino por el ordenamiento jurídico-político que instauró. La Constitución, incluida su famosa parte dogmática que debería avergonzar a sus autores, es la negación de los principios liberales. El cambio de Estado de derecho a Estado de derechos no es un inocente tema gramatical. Es la eliminación del principio fundamental de los derechos individuales, inmanentes al ser humano, y de su contraparte, el imperio de la ley. Los que allí se consideran derechos no pueden hacerse efectivos sin la acción estatal. A partir de ahí, todo el contenido de la Constitución y del sinfín de leyes promulgadas llevan esa marca, hasta llegar a construir una democracia iliberal. Es el legado que el correísmo no quiere ni puede reconocer. (O)