El 2017 fue el año final de la revolución ciudadana. En un corto período se combinaron los elementos negativos que el propio líder y sus brillantes partidarios nunca quisieron ver. Las vacas gordas estaban exprimidas y solo quedaba el endeudamiento como motor para la economía. El liderazgo personalista, que sostenía todo el aparataje del partido y del gobierno, ya no estaba presente y era absurdo pensar que alguien aceptara ser manejado a control remoto. El manejo absoluto de todos los poderes se hizo agua cuando jueces, fiscales, alcaldes, prefectos e incluso asambleístas comprobaron que su carrera pasaba a depender de otros factores y no de los designios del dueño del país. Entre tanto, la bonanza económica se encargó de crear una clase media indiferente a la palabrería revolucionaria e interesada en su bienestar individual. Finalmente y por encima de todo ello, cada nueva denuncia demostraba que la corrupción no era algo aislado, sino que habían montado un sistema perfectamente aceitado.
Ni los dirigentes ni los ideólogos del correísmo quisieron aceptar que el final se hallaba a la vuelta de la esquina. A fuerza de repetirlo, llegaron a convencerse de la ilusión que ellos mismos crearon sobre la revolución de los trescientos años. Nunca quisieron entender que la fecha de caducidad de los factores que sostenían a ese proceso estaba muy cercana. Creyeron que habían construido un castillo inexpugnable, y ahora se sorprenden cuando comprueban que estaba hecho de arena y que se derrumba con un simple soplido. Tampoco pensaron que la demolición tomaría apenas unos seis meses y mucho menos que el encargado de hacerla no sería un opositor.
No sería mayor problema esa ceguera intencional si solamente fuera un asunto interno de Alianza PAIS. Pero su dimensión es mucho mayor, ya que durante una década completa no solamente se confundió el partido con el gobierno –y ambos dependientes de la voluntad del líder–, sino que no se hizo nada por institucionalizar el país. Llama la atención que quienes pretendían establecer un régimen político y económico que permaneciera en el tiempo, no entendieran que eso solamente se logra con instituciones fuertes que gocen de alta legitimidad en la sociedad. Por el contrario, convirtieron al aparato público en órgano de su proyecto político, excluyendo explícitamente a quienes no tenían oídos para el relato heroico. La prédica excluyente de Correa (“somos más, muchos más”) no podía llevar a otro desenlace cuando él tuviera que apartarse temporal o definitivamente del escenario.
La tarea que está al frente, no para el gobierno de Lenín Moreno sino para el país, es la reconstrucción del régimen democrático y de la institucionalidad gubernamental. El objetivo es evitar que el annus horribilis de la revolución ciudadana lo sea también de todo el país. La forma de lograrlo es extirpar de raíz el caudillismo. Aunque es innegable que la revolución ciudadana está muerta, no se puede afirmar lo mismo del correísmo. Este, si no tiene su propio annus horribilis, podrá seguir presente en la vida nacional, como ha ocurrido frecuentemente en nuestra historia. (O)