El tercer movimiento de la Primera Sinfonía “Titán”, de Gustav Mahler, es una pieza musical estremecedoramente hermosa. Su partitura llega con las indicaciones “Marcha fúnebre al modo de Callot: solemne y mesurado, sin alargar”. Callot fue un grabador francés del siglo XVII, conocido por sus imágenes fantásticas, entre las cuales está la que inspiró a Mahler. En ella se ven animales de caza, que portan el féretro de un cazador, sobre el que va su escopeta. Algunos secan sus lágrimas con pañuelos. Tomo prestada esta marcha y esa ilustración, sustituyendo a todos los animales por conejos o más bien por conejitas, porque acudo a estas bellas creaciones ante la muerte de Hugh Hefner, certero cazador.
Hefner, blanco predilecto del ultrafeminismo es, sin asustarnos al sostenerlo, una de las principales figuras del siglo XX. Su trascendencia no se empaña por la imagen que procuraba proyectar rodeado de mujeres esculturales en las habitaciones y jardines, pletóricos de deleites, de su mansión. La colorida y bulliciosa aparición del jipismo, más los excesos del radicalismo, a partir de, digamos, 1967, hacen olvidar la importancia que tuvo la década anterior, cuando se pusieron las bases de lo que entendemos por mundo moderno. La revista Playboy fue más que un mero ícono en la búsqueda de una manera más abierta e imaginativa de entender lo sexual y la vida. No tenía complejos y promovía un saludable consumismo, el ideal de un varón más desinhibido y fresco, que los hombres de la pelea pasada (tómese literalmente).
La primera Playboy que cayó en mis manos fue la de septiembre de 1966. Solo la leí ya en este siglo, cuando pude bajar un PDF y fijarme que, por ejemplo, traía un cuento de Lawrence Durrell, nada menos... 51 años atrás no estaba yo buscando literatura precisamente. Documentos desclasificados revelan que el tenebroso director del FBI, Edgar Hoover, tenía en la mira a Hefner y le abrió un expediente porque había gente que estaba buscando en la revista “más que fotografías”. Tuvo razón, Playboy era subversiva. No quiero tener una imagen buenista del socarrón editor, pero no olvido que una donación suya permitió establecer un parque en las colinas de Hollywood, salvándolas de la depredación inmobiliaria.
Hacia los años noventa el emporio Playboy comenzó a perder importancia. La revolución sexual se había consumado, llevada a extremos que esa misma publicación, tan progresista, no se atrevió a plantear. Resultaba demasiado intelectual para el gran público y para los intelectuales... ya no importan los intelectuales. Las conejitas enfundadas en rígidos trajes se parecían más a Mickey Mouse que a Marilyn Monroe. Hugh, el patriarca, sobrevivía momificado rodeado de rubias despampanantes y pavos reales blancos en su caserón de Beverly Hills, como testimonio de una época fenecida. Ahora se ha unido a ese corso de divinidades que se apagan. Acompaño la procesión con la marcha al estilo de Callot, pese a que el magnate no me cumplió su promesa de “mostrar sin ropa a la chica de al lado”. (O)