Además de hacer magia para poder presentar un plato medianamente apetecible con las sobras que encontrará desparramadas en la mesa que dicen que le dejan puesta, Lenín Moreno deberá decidir seriamente qué va a hacer con la corrupción. Una cosa es decir que la va a combatir –a la de antes, a la de ahora y a la de siempre–, pero otra muy diferente será cuando comprenda que cada decisión suya en ese tema definirá el destino de su gobierno. Junto a la economía, este ya debería estar entre los motivos de desvelo en las largas noches que quedan hasta el veinticuatro de mayo. Puede parecer exageración, especialmente si se considera que hay una enorme cantidad de problemas acumulados, entre los que cuenta como algo no menor la cantidad de serruchos listos a ser utilizados por personas del entorno inmediato. No, no es exageración, porque el manejo que haga de la podredumbre determinará en gran medida lo que ocurra en esos otros campos.

Primero que nada, no se trata solamente de buena voluntad, ni siquiera de contar con un recetario de acciones para castigar a los corruptos, sino de entender la naturaleza del problema. La pregunta clave, en este sentido, es si estamos frente a hechos aislados o a un sistema establecido. Creer que solamente es lo primero, sería no solamente una simplificación sino que podría llevar a pensar ingenuamente que la solución estaría en darles buen uso a los sistemas de espionaje y persecución que quedan instalados y que han sido utilizados para fines no confesables. Por el contrario, la cantidad de actos corruptos, las enmarañadas relaciones que se han tejido para consumarlos y el alto nivel (funcionarial y empresarial) de sus actores, prácticamente confirman que se trata de un sistema bien montado y eficientemente aceitado.

Si el próximo inquilino de Carondelet no acepta esta realidad podrá desde ya hacerse a la idea de que el suyo será un período de convulsión e inestabilidad. A él no le funcionará la estrategia de su líder de mirar a otro lado, poner las manos al fuego por cada corrupto denunciado y tomar una falsa distancia cuando ya las siente chamuscadas. Él no tiene las condiciones personales para lograr el embobamiento colectivo ni va a contar con las vacas gordas que lo hicieron posible. En su boca sonarán a complicidad las explicaciones retorcidas –que a la vez son órdenes subliminalmente enviadas a fiscales y jueces– que tratan de convertir al cohecho en un insignificante olvido en la declaración de bienes o, cuando más, en un delito tributario.

Dos hechos concretos, que actúan como velos, le vuelven más débil frente a este asunto. El primero se relaciona con su estadía en Ginebra. Ahí hay algunos millones y sus respectivos impuestos que no cuadran y que deberían ser aclarados antes de la posesión. El segundo velo es la larga y ancha sombra de su antecesor, que no solo le opaca a él, sino que puede interpretarse como un manto tendido para cubrir la putrefacción de todo el período. (O)