Pocos saben que durante muchas décadas China estuvo en la mira de España como posible presa de una nueva conquista. A principios del siglo XVI los españoles dominaron en las Indias grandes imperios y naciones ricas, con mínima inversión de recursos humanos y económicos. México y el Tawantinsuyo requirieron menos de quinientos hombres para ser sometidos. Todo lo conquistable se había logrado. Entonces esa raza tenaz se lanzó a través del Pacífico en busca de nuevas tierras y almas irredentas. Se hicieron con las Filipinas y algunas islas adyacentes, territorios más bien pobres, a los que se llegaba tras meses de azarosa navegación. Podía haberse establecido un provechoso comercio con las naciones de Asia Oriental, pero la compleja situación de esa zona, conflictos de intereses entre las propias colonias españolas y, sobre todo, la presencia de los portugueses que habían llegado antes circunvalando el África, obstaculizaban el desarrollo de este filón.
Se pensó en abandonar la costosa empresa de Filipinas, pero ya se había tomado conciencia de la riqueza y poder del gran imperio que quedaba a pocos días de navegación desde Manila: China, gobernada por la dinastía Ming, que se encontraba en un proceso de paralización, tras un reciente período de esplendor. No faltaron los españoles que pensaron, equiparándola con los imperios americanos, que se podía someterla con unos pocos miles de soldados. Las embajadas y misiones españolas enviadas allá fueron maltratadas, lo que procuró un pretexto “jurídico” para la empresa: la obligación de evangelizar a todas las naciones no se podía cumplir sin respaldo militar. Además entre los españoles primaba el espíritu triunfalista proveniente de la victoria de Lepanto. Por otra parte, el trato con chinos en las distintas aventuras por esa zona, les había procurado una mala imagen de la organización de su país y del espíritu mismo de sus nacionales, a los que consideraban muy poco eficaces para la guerra. Para la invasión contaban con el apoyo de un contingente de japoneses, a los que los chinos temían por su bravura.
Estos planes no se llevaron a cabo por varias razones: España estaba muy involucrada en los conflictos europeos, que le demandaban gran esfuerzo bélico; el rey Felipe II al convertirse en rey de Portugal no quería incomodar a sus nuevos súbditos penetrando en un espacio que ellos consideraban suyo; y Japón logró su unidad, convirtiéndose en una amenazadora potencia con sus propios intereses. Cuando nuestro viejo conocido, el doctor Antonio de Morga, futuro presidente de la Real Audiencia de Quito, llegó a Filipinas, estaban prohibidos todos los intentos de conquistas en China. Los portugueses habían logrado más comerciando con los chinos que atacándolos. Varias lecciones se pueden sacar de esta vieja historia para el momento que se vive en esa misma región. En primer lugar, no hay que temer las bravatas de China, pues como potencia militar nunca ha sido peligrosa; y segundo, para bien de la humanidad, hay que profundizar y privilegiar las relaciones comerciales y económicas, que son siempre fuente de paz y prosperidad. (O)