Detrás de los alimentos que se consumen en los hogares está el trabajo de Roxana, Martha, Charo, Isabel y de todas las que labran la tierra en las zonas rurales del país. El 6o % de la comida que llega a los hogares del Ecuador proviene de la agricultura familiar campesina, cuya mano de obra está compuesta en el 61 % por mujeres.
Son ellas las que cubren el rostro y brazos para protegerse del sol, sumergen sus botas en el lodo y se encorvan para sembrar, desyerbar y cosechar, pero su pago es menor frente a lo que llega a obtener un hombre.
El 39 % de las mujeres rurales que son parte de la población económicamente activa realizaba una actividad sin recibir pago monetario y el 32 % tenía ingresos menores al salario mínimo ($400) hasta diciembre pasado, la última cifra laboral que el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) publicó con desagregación de género y por áreas urbanas y rurales. Por el confinamiento a causa del COVID-19 la publicación de las cifras cambió.
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Myriam Paredes, catedrática de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) en el programa de Desarrollo Territorial Rural, considera que la situación empeoró por la recesión económica: "La pobreza llegaba al 41,8 % en las zonas rurales antes de la pandemia y se calcula que como el PIB (Producto Interno Bruto) se va a reducir también la pobreza rural va a subir al 60 % como era en el 2006. La mujer rural llevará la peor parte ya que su ingreso promedio es de $219 mensuales versus el de los hombres rurales que es de $293".
Para algunas mujeres del campo el trabajo es de jornada triple, dice Roxana Arias, de 31 años. Ella se levanta a las cinco de la mañana para dejar listo el almuerzo y luego camina una hora bordeando el río desde la parroquia rural San Francisco del Cabo de Muisne, en Esmeraldas, donde vive, para llegar a sus 4 hectáreas heredadas.
A más de ser agricultora y realizar labores del hogar, Roxana administra una asociación cacaotera. "En el sembrío, mi padre y mis hermanos me ayudan. Es mano de obra cruzada, yo les ayudo también en los suyos", afirma esta divorciada con dos hijos.
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La labor de abastecer el consumo local fue crucial en la pandemia, dice Ana Fernández, directora de la Fundación Mujeres Sin Límites, que ha organizado desde marzo pasado nueve trueques entre la Costa y la Sierra. "Lo más valioso es que no se movió dinero".
El acceso a la seguridad social es otro problema. El Seguro Social Campesino (SSC) tiene 1 098 273 beneficiarios (afiliados y dependientes). De ellos, 584 609 son mujeres, pero según las proyecciones del INEC la población femenina en el campo es de 2 762 859, es decir, se cubre al 21 % de ellas.
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Isabel Rodríguez, de 66 años, perdió a su esposo hace dos meses por una leucemia agresiva. Él era quien recibía la pensión de $100 como jubilado del SSC al figurar como jefe del hogar. Ella recién empezó su aportación como afiliada cuando su esposo se jubiló hace dos años y medio. Así sigue accediendo al servicio de salud ya que hay un dispensario del IESS en La Delicia, del cantón Naranjal, en Guayas, donde vive.
Y espera acumular el número de aportaciones mínimas para tener su pensión, ya que en el campo esta no se hereda como viuda, lo que sí ocurre en la jubilación del Seguro General. "Es una de las desventajas", refiere Isabel.
Sería una retribución a toda una vida trabajando en los sembríos y cuidando a los seis hijos que tuvo.
Hasta el final, refiere, luchó para que al menos su única hija logre un título universitario. "Mis otros cinco varones no terminaron la universidad".
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En el campo también se enfrentan a los precios bajos. Un ejemplo es el costo del quintal de cacao que lo venden a $30 a los intermediarios, pero si se comercializa directamente con las exportadoras se cobra hasta $50, asegura Roxana.
En su caso sí logró terminar el bachillerato y gracias a una beca inició sus estudios superiores en Quito, donde vivió cuando estaba casada, pero los dejó cuando se separó y retornó al campo. No ocurrió lo mismo con Martha Romero, Charo Tello e Isabel, quienes solo culminaron la educación básica.
Martha, de 48 años, vive en la parroquia Presidente Urbina del cantón Píllaro, en Tungurahua, donde se capacitó y maneja desde hace seis años La Frambuesita de 1800 m² con cultivos orgánicos, tras retornar el 2011 de España, país en el que trabajó por un año y medio.
Antes de migrar una plaga había destrozado el monocultivo de flores. "Nos quedamos sin nada, fue un momento difícil, tenemos tres hijos", recuerda la mujer, por lo que buscó alternativas y vio en la agroecología una oportunidad. "En la finca también tenemos babaco, mora, tomate de árbol, legumbres, aves, cerdos".
La idea era diversificar las fuentes de ingresos con 30 tipos de cultivos frente al único que tenían cuando el esposo de Martha estaba al mando de la finca. "El conocimiento que recibí de parte del proyecto de capacitación de la Unión Europea y el equipo técnico de Agrónomos y Veterinarios Sin Fronteras (AVSF) fue clave para la diversificación. Nos enseñaron que debe haber variedad para que las plantas no se enfermen y no compitan", comenta.
La migración fue para Martha un punto de inflexión. "Cambié totalmente mi mentalidad. Al inicio mi esposo me reprochaba, pero poco a poco lo fue aceptando. Ahora por lo menos tenemos para vivir, nuestros hijos pueden educarse, pues comparto los quehaceres del hogar con mi pareja", señala.
En el hogar de Charo, de 53 años, aún hay indicios de la dependencia masculina. "Le pedí permiso a mi esposo para ir a la capacitación", dice esta vecina de Martha que también hoy tiene una finca ecológica. (I)