“El doctor Livingstone, presumo” fue el memorable saludo del periodista y aventurero anglo-norteamericano Henry Stanley al gran explorador de África David Livingstone, que se suponía había muerto, al encontrarlo en la selva el 10 de noviembre de 1871. En la aldea de Ujiji, en la margen oriental del lago de Tanganica, donde solo había árabes pardos, traficantes de esclavos, y negros, resultaba como obvia la identidad del único blanco que podía habitar la región. La flema y el formulismo de la cortesía británica se impusieron para brindarle a los anales de la historia una de sus frases más célebres.

David Livingstone (d) fue hallado por el periodista Henry M. Stanley.

El también misionero y médico escocés llevaba cuestión de dos años sin tener contacto con la civilización, y la expedición de Stanley promovida por el New York Herald, que partió del puerto de Bagamoyo, Mozambique, hubo de penetrar hacia el norte 1.300 kilómetros de espeso boscaje durante 235 días, para dar con el paradero de la leyenda viva de la época victoriana.

Durante 30 años, sus viajes por terra incógnita había permitido llenar muchos de los vacíos que tenía el interior continental entre el desierto de Kalahari y el África subsahariana. Europa conocía bien sus costas, donde mantenía enclaves comerciales, el norte mediterráneo, así como del valle del Nilo, pero el resto del mapa seguía vacío poblado únicamente por la imaginación febril de sus contemporáneos con tribus de pigmeos y caníbales, así como con animales fabulosos.

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Defensor de los derechos humanos

Los libros que escribió dando cuenta de sus descubrimientos, a la vez de insufribles privaciones y penalidades, tuvieron enorme éxito entre los lectores ávidos por conocer uno de los últimos lugares inexplorados del planeta promediando la mitad del siglo XIX. Y contribuyeron a cimentar su reputación como un humanista que, a más de evangelizar y sanar a los negros, los defendía para impedir que sean víctimas del tráfico de esclavos. Por la falta de medios de fuerza el empeño fracasaría, aunque su prestigio serviría para condenarlo ante la conciencia de su tiempo que a la postre triunfaría.

David Livingstone recorría África en una carreta, desde donde predicaba a los habitantes locales. Imagen: Wikimedia.org.

Conforme a sus memorias, su mayor zozobra durante los largos periodos de aislamiento errando por la selva o viviendo en remotos caseríos, en medio de los aborígenes que lo reverenciaban como a un chamán, era no tener noticias del mundo al que pertenecía a pesar de que ese vínculo se tornaba tenue. Tal era su ansia de noticias que preguntó a Stanley hasta la saciedad sobre los principales acontecimientos que ignoraba.

Le causó honda impresión conocer el desenlace de la guerra franco-prusiana con la toma de París sometida por el hambre durante el último invierno. Se informó del creciente tendido de cables submarinos que permitían la rápida comunicación telegráfica de los principales sucesos del mundo. Igualmente, que el general Ulysses S. Grant, comandante en la guerra civil estadounidense, se había convertido en presidente de esa gran nación.

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Al acercarse a la sesentena, la condición física de Livingstone era precaria. La malaria y la disentería habían mermado su proverbial fortaleza, había perdido parte de su dentadura, y estaba convertido, según solía burlarse, en una “masa de huesos”; aun así, el ánimo para continuar con sus exploraciones se mantenía intacto.

En cuestión de 72 horas convino con Stanley navegar por las costas del lago Tanganica, una travesía de 500 kilómetros que compartirían durante los siguientes cuatro meses; al cabo, el 13 de marzo de 1872 ambos personajes se despedirían con muestras de afecto. No volvería a ver otro blanco en lo que restaba de su vida.

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Había nacido en 1813 en el pequeño villorrio de Blantyre, en Escocia, en el seno de una familia humilde pero respetada y orgullosa de sus tradiciones. Uno de sus antepasados combatió en la batalla de Culloden defendiendo a los Estuardo contra la corona inglesa, un hito histórico del nacionalismo escocés. A los siete años trabajó en una hilandería, en los albores de la revolución industrial, de modo que tuvo una dura infancia retratada en la obra literaria de su coetáneo Charles Dickens (1812-1870).

Sobreponiéndose a la adversidad, estudió en la universidad de Edimburgo teología y medicina, enrolándose en la Sociedad de Misioneros de Londres. Tenía previsto viajar a China, pero la guerra del opio terminó desviándolo a ciudad de El Cabo, Sudáfrica, en 1840. Casó con Mary Moffat, hija del jefe de misión, iniciando una vida de peregrino por distintas tribus indígenas con la finalidad de predicar el evangelio de Cristo.

“Él viaja por decirlo así en círculos. Habita con los propios africanos, comiendo sus viandas, durmiendo en sus chozas, y, sin perder su identidad, hace de su vida simplista la suya propia”, narra el cronista Allan Moorehead. Expuesto a la naturaleza exótica y salvaje fue desarrollando un interés por las ciencias naturales, convirtiéndose en astrónomo, cartógrafo, zoólogo, botánico, geólogo y etnógrafo.

El ataque del león

Su primer gran viaje fue el cruce del Kalahari, una de las regiones más inhóspitas del mundo. Por entonces fue atacado por un león que le desgarró el hombro izquierdo, dejándole una lesión permanente en el brazo. “El choque me causó un estupor similar al que parece debe sentir un ratón tras la primera embestida de un gato”, confesaría con humor.

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Ilustración que retrata la manera en que David Livingstone, explorador escocés, era atacado por un león. Imagen: Hulton Archive/Getty Images/ tomada de History.com.

La exploración del río Zambeze, desde la desembocadura en Mozambique hasta sus cabeceras, permitiría el descubrimiento tanto de las cataratas Victoria, bautizadas por él en homenaje a la reina británica, como el lago Malaui, uno de los grandes lagos africanos del Gran Valle del Rift, la gigantesca falla geológica que cruza el continente de norte a sur. Llegaría hasta las fuentes del río Congo, que confundiría con las del Nilo, continuando su trayecto hasta Luanda, Angola.

De este modo se convertiría en el primer europeo en cruzar África meridional del océano Índico al Atlántico y posteriormente haría la torna ruta. Por encargo de la Real Sociedad Geográfica de Londres emprendería su último viaje en 1868 a fin de resolver el dilema de las fuentes del Nilo, que él, equivocadamente, consideraba estaban más al sur. Fue ahí donde lo rescató Stanley desvalido, sin provisiones, debido a la masiva deserción de sus porteadores.

Luego de transitar 40.000 kilómetros en sus múltiples e infatigables recorridos, Livingstone falleció el 1 de mayo de 1873 en el lago Bangweulu, Zambia. Tal fue la devoción de sus fieles ayudantes, que le extrajeron las vísceras a fin de secar su cuerpo al sol durante 15 días, para luego envolverlo en una lona que, amarrada a un palo, permitió transportarlo durante 11 meses 1.600 kilómetros hasta Zanzíbar, donde fue embarcado de vuelta a Inglaterra.

Recibido con honores fue sepultado en la Abadía de Westminster, en Londres, donde comparte el trasmundo con otros grandes personajes y héroes británicos de todos los tiempos. (I)