Por Roberto Aspiazu Estrada *

Diario del año de la peste es el título de una de las novelas del inglés Daniel Defoe, el autor de la célebre Robinson Crusoe. Fue publicada en 1722 y da cuenta de la epidemia de peste bubónica que asoló Londres en 1666. Un episodio que vivió de niño junto con su familia. Brinda al lector una narración escalofriante del drama que supuso la muerte masiva de su población. Con un trasfondo histórico, la realidad, de algún modo, supera a la ficción.

Y salvando las diferencias de tiempo y espacio, resulta inevitable encontrar semejanzas con la calamidad de la pandemia del COVID-19 en el siglo XXI.

Publicidad

La muerte como relato

La peste empezó con el arribo de una carga de seda al puerto del Támesis desde Holanda. Cuatro personas que vivían en una bodega contigua se infectaron y murieron a los pocos días, lo que activó las alarmas. Era una enfermedad terrible, bien conocida por Europa occidental desde la Edad Media. La contaminación citadina sería cuestión de pocas semanas.

“Esto, para mí, dejó fuera de toda duda que el mal se propagaba por contagio; es decir, por ciertos vapores o humos que los médicos llaman efluvios, por la respiración o por el sudor, o por el hedor de las llagas de los enfermos, o por cualquier otro medio, tal vez desconocido por los propios médicos”, relata Defoe.

El microscopio inventado hacia 1590 permitía a los hombres de ciencia, al igual que al público general, saber que el agente patógeno era invisible, pero no existía modo de identificarlo en las muestras de fluidos de los infectados y tampoco precisar su forma de acción viral para procurar una cura.

Publicidad

Las medidas de prevención sanitaria incluían el uso de pañuelos (una versión pionera de la mascarilla) y cofias (gorros) empapados en vinagre. En los comercios, las monedas de pago se depositaban en frascos del líquido, sucedáneo del alcohol como medio de desinfección. También creían que fumar tabaco y ponerse ajo en la boca tenían efecto de inmunidad.

Dos hombres descubren a una mujer muerta por la plaga de Londres. Tomada de WellcomeCollection.org.

Por entonces, era entendida la existencia de pacientes asintomáticos, esto es, aquellos que portaban la peste aunque no evidenciaban señales de padecerla. Buen motivo para imponer medidas de distanciamiento social, evitando las aglomeraciones en eventos públicos, que fueron restringidos. Sucedió lo propio con los horarios de funcionamiento de tabernas y mesones, que quedaron sujetos a un cierre tempranero, con limitaciones a la venta de bebidas alcohólicas para evitar la conducta imprudente de la embriaguez.

Publicidad

“Obra de modo diferente según las diferentes constituciones; a unos los abatía inmediatamente y tenían fiebres altísimas y vómitos, insoportables jaquecas, dolores de espaldas, sufrimientos que les conducían a un dolor delirante; otros tenían bubones y tumores en el cuello, en la ingle o en el sobaco, que, hasta que no podían conseguir que reventaran, ocasionaban tormentos insoportables”, refiere el autor.

Al agravarse la epidemia, los nobles y burgueses adinerados congestionaron los caminos para huir de Londres en todas direcciones. Para hacerlo fue necesario la obtención de un salvoconducto y certificado médico, validando que el viajero estaba sano y no tenía síntomas de la enfermedad. Esto con el propósito de evitar que la peste contamine a más poblaciones del reino. Muchas familias se refugiaron en sus propias casas una vez abastecidos de los necesario, sin volver a salir a la calle hasta que la emergencia sanitaria se superó. Otras, con igual propósito, se asilaron en embarcaciones surtas en el Támesis.

Confinamiento fatal

La medida más polémica fue la clausura de viviendas donde había algún contagiado, lo que significaba poner en riesgo a los demás moradores, muchos de los cuales serían condenados a una muerte segura. Las puertas se cerraban con llave desde afuera y se pintaba una equis roja en la puerta. Eventualmente, las ventanas eran tapiadas con tablones y en los exteriores se apostaba un guardia para garantizar la forzosa cuarentena. Ante la desesperación de los inquilinos encerrados, algunos custodios terminarían siendo heridos y hasta asesinados.

La situación se fue tornando cada vez más demencial, según Defoe: “Los gritos de mujeres y niños en las ventanas y puertas de las casas en donde tal vez sus parientes más próximos estaban agonizando, o acababan de morir, se oían con tanta frecuencia al pasar por las calles que oírlos bastaba para destruir el más duro de los corazones”.

Publicidad

Había un sistema de recolección de cadáveres en carretas, que apilaban entre 17 y 19 cuerpos como máximo y eran conducidos directamente a la fosa común más cercana, donde eran sepultados a una profundidad profiláctica de seis pies. La caprichosa muerte se encargaba de nivelar a ricos y pobres, privándolos de merecer las debidas honras fúnebres.

Composición de nueve imágenes relacionadas a la gran plaga de Londres de 1665 y 1666. Tomada de WellcomeCollection.org.

Durante el caluroso verano de 1666, el ritmo de fallecimientos creció a promedios de entre 4.000 y 5.000 personas por semana, sin distingos de edad o posición socioeconómica. En ese pico, el 80% de los infectados moría; aunque la media, normalmente, era de 30%.

La virtual paralización de actividades de comercio e industria, incluida la febril actividad portuaria, supuso un desempleo masivo que incidió en el aumento de la pobreza. Fue preciso organizar distintas acciones de caridad pública, con recursos de la corona, corporaciones y particulares afortunados, para paliar las necesidades de alimentación, acceso a medicinas y tratamiento hospitalario de los más desprotegidos.

“Es cierto que cuando la epidemia llegó a su punto culminante eran muy pocos los médicos que se mostraban dispuestos a visitas de enfermos, y muchísimos de los más eminentes de la Facultad murieron, como también muchos cirujanos”, anota el escritor.

Para fines de desinfección, las calles londinenses eran fumigadas con la quema de resinas, azufre, pólvora y sustancias bituminosas. Entretanto, era común encontrar cadáveres en las aceras de personas que habían colapsado en procura de un último auxilio. Ante la suposición de que el pelaje de los animales podía ser portador del mal, cuarenta mil perros y un número cinco veces superior de gatos fueron sacrificados, además del exterminio de ratones y ratas mediante el uso de arsénico y otros venenos.

Avances científicos posteriores permitieron confirmar que tal empirismo tenía fundamento, toda vez que el vector de la enfermedad, que afectaba al sistema linfático del hombre, era la bacteria Yersinia pestis transmitida por la picadura de pulgas, acarreadas, principalmente, por los roedores.

Cuando la epidemia cedió en el invierno, la estadística dio cuenta de 68.590 muertos, aunque la estimación no oficial aumentaba la cifra hasta cien mil. Una catástrofe demográfica para una población londinense de algo más de cuatrocientos mil habitantes.

Al presente, la peste bubónica es una enfermedad virtualmente desaparecida merced a los antibióticos que aparecieron en la farmocopea contemporánea, a partir de 1897, con el primer antepasado de la penicilina. (I)

* Miembro de la Academia Nacional de Historia.