Ayer se cumplieron seis años de haberme mudado a otro país. Hubo quienes al inicio no lo creían porque mi columna seguía publicándose o veían que continuaba conectada social y profesionalmente. Esta maravillosa posibilidad de comunicación que ya hubiera querido tener mi abuelo hace más de cien años cuando migró de Canadá a Ecuador, la he podido aprovechar y he logrado que, aunque esté lejos, siga activa en mi comunidad de origen.

Antes, si te ibas, te ibas. Y te lloraban, te añoraban, esperaban tus cartas con ilusión y te recibían en algún diciembre con harta comida. Sin embargo, ahora es “normal” estar sin estar y eso es algo que nos reforzó la pandemia. Nos dimos cuenta de que podemos ser eficientes en el trabajo sin tener que ir a la oficina y que no hay que lustrar zapatos para que los niños reciban clases. Comprendimos que podemos estar en casa y en el trabajo al mismo tiempo, aunque eso en algún momento nos genere otro tipo de inconvenientes.

A pesar de que solía volver a casa cada año hasta antes del 2020, mi presencia virtual en mi país ha sido diaria. Las videollamadas ya no son un recurso de millonarios. Las noticias no vuelan, se teletransportan. Ya no hay postales, hay fotos y videos enviados en tiempo real. Y las personas comprendimos que podemos vivir aquí y allá, en cuerpo presente y de modo virtual a la vez. WhatsApp nos dio la oportunidad y no conozco a nadie que la haya desaprovechado.

Pero hay algo que ni la tecnología ni la globalización han resuelto del todo y por eso siempre quienes nos fuimos vamos a querer volver. El sabor del café que preparan en casa, el abrazo de la familia, el olor a chocolate que inunda la ciudad. Con seguridad encontraremos nuevos placeres y nos seguiremos adaptando, no sin antes agradecer que vivir en dos mundos paralelos ya no es ficción. (O)