“No puedo hacer nada si mis cuadros no se venden”, decía Vincent van Gogh en una carta a Theo, su hermano menor, “sin embargo, llegará el día en que la gente verá que valen más que el costo de la vida y mi subsistencia, muy exigua de hecho”. Estoy imaginando a uno de los más grandes maestros que registra la historia del arte escribiendo esto desde un asilo mental acompañado de menesterosos en 1888, porque ‘exigua’ no es la palabra exacta para calificar su vida en los años finales. El artista, cuyas obras se valoran hoy en números solo comparables a los de los tesoros del Vaticano, nunca tuvo en vida el reconocimiento que vino muchos años después.