Cuando empieza a asomar el sol, Carlos Alberto Bolívar y Floralba Bohórquez repasan en su cabeza, cual catálogo de productos, las opciones de personajes que serán en ese día. Ellos pueden ser Julio Jaramillo y su amada, Medardo Ángel Silva, Matilde Hidalgo de Prócel, Vicente Rocafuerte, una pareja de bronce del Guayaquil antiguo u obreros.

La gente también los ha identificado como Efraín y María de la novela del colombiano Jorge Isaacs.

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Durante la mañana, también, su rostro descansa de la pesada pintura que los cubre al diario para ejercer su trabajo como estatuas vivientes. El maquillaje es especial e impermeable, pero les quema si el sol es inclemente.

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La pintura les cambia totalmente sus facciones. Pasan en menos de 30 a 40 minutos a tener la piel parecida a la de una careta de monigote antigua, con las cejas, ojos y labios rojos marcados. Esto en el caso de que el personaje escogido lleve ese maquillaje.

Las manos ya no las pintan desde hace un par de años, Floralba ideó usar guantes del mismo color de la pintura del rostro. Es ella también la cabeza detrás de la estética de los trajes.

Dejaron también de colocarse la pesada pintura en el cabello, en su lugar usan una especie de peluca dura. En el caso de Floralba dejó pintarse el cuello para usar un cobertor que le llega hasta el pecho y se une a los grandes vestidos que están cubiertos de una pintura impermeable y densa que los vuelve parecidos al plástico.

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La maquillaje del rostro la traen de Colombia porque es el menos tóxico para las casi ocho horas que lo cargan.

Los semáforos del centro y norte de la ciudad son los espacios en los que se coloca la pareja de caleños. Foto: El Universo

Su tarea no es fácil, pero es lo que les permite asegurar su estadía en Guayaquil, ciudad que los acoge desde hace seis años. Ellos juntos llevan más de 10.

Antes de 2017, la pareja que llegó de Cali (Colombia) al Puerto Principal, había visto como opción asentarse en la ciudad, pero no lo había concretado. La calidez de la gente les llamaba la atención de Guayaquil y los hacía sentir en casa.

Probaron suerte en otras ciudades de Ecuador e incluso en otros países como Perú, sin embargo, apostaron por la urbe porteña por la aceptación que tuvieron sus personajes.

“Me dicen el ‘Julio Jaramillo’ y se paran a saludarme desde niños hasta personas de la tercera edad”, dice Carlos Alberto, quien tiene 57 años. Él era confeccionista en Colombia, pero una afección en los ojos lo frenó de la profesión y se volcó al arte desde hace 22 años.

Mientras están detenidos en las esquinas, que usualmente suelen ser las de la avenida Quito, Machala, Francisco de Orellana o calles como Víctor Manuel Rendón, Baquerizo Moreno o Boyacá, en un parlante pequeño se escuchan melodías del Ruiseñor de América.

A diario, la pareja recorre la zona céntrica de la urbe a partir de las 10:00 o a veces un poco antes. Durante su caminata, que arranca desde la calle Boyacá, sitio en el que viven junto a otros artistas, cargan cilindros que los han adecuado como pedestales.

Quisiéramos que nos den espacios a lo largo de la 9 de Octubre para hacer arte, pero sin estar pendientes de que nos saquen de allí”

Carlos Alberto Bolívar, colombiano que hace de estatua viviente desde hace casi 22 años.

Su puesta en escena incluye estos artículos que cumplen doble función, ya que tienen pequeños orificios para colocar las monedas que recogen durante el día. La guitarra de cartón tampoco puede faltar, al igual que el sombrero, una rosa roja y un abanico.

El cambio a luz roja es el símil a cuando se abre el telón en el teatro. En esos minutos, la pareja se queda inmóvil y luego hace pequeños movimientos parecidos a los de un muñeco de caja musical. El ‘Julio Jaramillo’ saca una rosa roja de su sombrero y se la entrega a su amada, mientras ella mueve el abanico.

En ese momento, Carlos Alberto se baja del pedestal y se acerca a los vehículos para recibir la colaboración. Ese, considera, es el momento más difícil del trabajo ya que se tiene que enfrentar a conductores que ignoran y que pasan de largo.

En días buenos pueden llegar a reunir $ 50, pero los malos se pueden traducir en $ 9, que es un valor menor al que cancelan a diario en su sitio de arriendo. Ellos pagan por el piso $ 12 que lo entregan en el día o acumulado en la semana.

Además, dentro de lo que ganan se debe separar los gastos de alimentación y lo que se va a enviar a Colombia, en donde la familia de ambos.

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La motivación es el aprecio que tienen los guayaquileños por su arte. Eso los lleva a trabajar hasta casi ocho horas.

“La gente no nos menosprecia, nos dice que sigamos adelante. Nos han felicitado porque con nuestro trabajo no hemos dejado morir a estos personajes, a Julio Jaramillo”, manifiesta Bolívar. Autoridades provinciales y locales los reconocen y los han contratado en varias ocasiones para eventos. Las escuelas y colegios también.

El gesto que rescatan del guayaquileño es que es cálido y amable. “A nosotros siempre nos preguntan si los limpiaparabrisas o chamberos nos roban y no, ellos incluso en lo poco que tienen nos cuidan, nos brindan agua y nos protegen”, dice Carlos Alberto.

Floralba dice que lo más difícil es lidiar con el sol que les maltrata el rostro y los deshidrata, y ahora con la lluvia que frena el trabajo. Pero, pese a ello, la familia es su talismán y lo que los impulsa a seguir. (I)