Todos nos preparamos el fin de semana pasado para observar la tan promocionada final del siglo entre Boca Junior y River Plate. Pero sin estar advertidos nos presentaron las degradantes imágenes de una revuelta callejera apasionada y salvaje, que demostraba todo su enojo contra el orden establecido, configurando una verdadera vergüenza mundial que cambió la fiesta por el terror. Fueron días de furia al estilo de un thriller psicológico.

Argentina tuvo una brillante oportunidad para demostrarle al planeta entero que su estado de convivencia estaba creando una sociedad en plena sanación de las heridas provocadas por las malas decisiones políticas. Pero no lo pudieron hacer y fracasaron en el intento. Todo lo que presenciamos fue la versión apocalíptica que vive el balompié de ese país.

Lo preocupante es que esos hechos criticados son inmediatamente adoptados por otras sociedades del continente. Son ejemplos que alimentan a grupos que esperan ese combustible para activarse y lo peligroso es que en nuestro país estamos cerca que de que esa explosión se dé. En Ecuador es obvia la existencia de estos grupos violentos que actúan con una impunidad rampante. Esos grupos irregulares saben que ni desde la perspectiva de la legislación penal, ni desde la reacción de las autoridades se puede menguar ni detener su sublevación.

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El problema de fondo es que la ciudadanía no toma conciencia de lo que ocurre y se ha dejado convencer de personajes que viven exponiendo los motivos del mal sin el propósito de remediarlo. O acaso olvidamos toda la perorata cuando se anunció que presentaban una propuesta legal para prevenir y evitar actos de violencia entre diferentes actores y garantizar la seguridad. Que se intentan implementar niveles de seguridad dentro de las inmediaciones de los escenarios deportivos, todo amparado a que siendo el deporte un fenómeno económico y social en pleno auge, debe ser protegido para conseguir sus objetivos, que son la solidaridad y el bienestar de la sociedad. De ese anuncio a la fecha ha transcurrido más de un año y el proyecto sigue siendo eso y nada más.

Queremos recordarles que es el Estado el que debe poner en marcha una política de seguridad y organización de los espectáculos deportivos para que quienes concurran gocen de un nivel de comodidad y seguridad. ¿O esperamos que suceda lo que nos mostró ‘la final del siglo’ que debió jugarse en Buenos Aires? Fue más bien un hecho calificado por la misma prensa Argentina como un “Papelón mundial en el que otra vez nuestro país mostró al mundo y nos lo merecemos porque somos violentos, salvajes, maleducados e intolerantes”. O como el diario Clarín publicó: “Lo sucedido esa tarde muestra la peor cara de la Argentina. Los sistemas de convivencia están heridos de muerte y los protocolos de control y seguridad siempre son ineficientes.” Y tienen razón para ser autocríticos. Son valientes y sinceros ante la faz del mundo, pero ¿qué hacen para remediarlo, si es la enésima vez que sucede?

Todos estamos conscientes de que esa violencia es instigada, manipulada y bien organizada y entonces ¿por qué no se persiguen y se rompen esas alianzas tácitas subterráneas entre políticos, dirigentes y los grupos ejecutores de la violencia? ¿O es suficiente explicarle al mundo que existiendo un tercio de pobres, con niveles inflacionarios que no les permite encontrarse con la salud ni con la educación, son suficientes justificaciones para brutalmente generar el caos, lo que alguna vez llamó el juez Mariano Bergés “el flagelo de la hipocresía”.

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Quienes quieren exculparse de la responsabilidad han transferido el peso a la prensa, en este caso la deportiva, porque utilizando frases dramáticas al referirse a un partido de fútbol lo que consiguen es generar ese espíritu revanchero exacerbado. Hay que reconocer que es verdad que deben moderarse, como lo recomendó la comunidad europea, al tratar el tema de la violencia en los escenarios deportivos, haciendo hincapié que es indispensable que los medios de comunicación sean responsables por el protagonismo histriónico y escénico con que actúen sus periodistas.

Me parece correcta esa apreciación, pero la prudencia de la comunicación no es la salvaguarda ni la cura de este problema. Los males de la violencia en Europa no se curaron con teoremas sino con acciones.

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El Viejo Continente sufrió en los años 80 verdaderas tragedias como la de Bradford, en 1985, cuando en un partido de fútbol murieron 56 aficionados y hubo 260 heridos. O la de Heysel, en Bélgica en 1985, cuando fallecieron 34 hinchas italianos de la Juventus, en una avalancha provocada por los incidentes con aficionados belgas. Y también la tragedia de Hillsborough, Inglaterra, en 1989, en la que murieron 96 personas aplastadas contra las vallas por el enfrentamiento entre aficionados del Liverpool y del Nottingham Forest. La reacción de la sociedad civilizada no se hizo esperar exigiendo en Europa exterminar el mal comportamiento de los espectadores en eventos deportivos y soluciones para evitar esos trágicos sucesos. Todos sabemos los resultados efectivos que trajo consigo la aplicación de sus resoluciones.

Es así que en España pudo dominar a los ultras y los británicos a los hooligans. Italia no se quedó atrás creando el carné del hincha, tarjeta que identifica a los fanáticos. En este marco de referencia en Europa también crearon normas sancionatorias enérgicas, que sirvieron de escarmiento a cualquier grupo de violentos que amenazaran la seguridad de un espectáculo deportivo. Los europeos se alejaron de axiomas que sostenían que la marginalidad económica justifica las barras violentas. Todo eso terminó siendo un mito.

La mejor manera para erradicar esas amenazas era previniendo y sancionando con el máximo rigor. La fórmula para acabar esas mafias, que con base en miedo se apoderaron del fútbol, era que no existan términos medios. Si son dueños de un poder que los vuelve indómitos, y se vuelven insuficientes los esfuerzos para redimirlos, Brasil implementó un plan para abrir un diálogo abierto con los jefes de las más peligrosas torcidas y así generar concienciación. Se firmaron convenios para comprometer treguas para así crear códigos de convivencia.

Pero como era de esperarse, las autoridades, jefes de las pandillas, y dirigentes, se lucieron ante la sociedad brasileña con fotos tan tiernas y comprensivas. Por supuesto, los aplausos y los apretones de manos duraron hasta el fin de semana. Por eso el periodista argentino Juan Carlos Blanco preguntó: “¿Se debe pactar y dialogar con quienes tienen el recurso de la violencia como arma dialéctica?”.

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Mi respuesta es no. Es simplemente tiempo perdido. La única manera de exterminarla es hacer lo que hizo Inglaterra, pionera en el mundo en erradicar las barras bravas del fútbol, con la identificación, persecución y sanción de los violentos. Así se comprobó que el fin justifica los medios. Y nosotros, ¿qué estamos esperando? (O)