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Si se quiere tener un ligero sentido de lo que son las guerras en Afganistán e Iraq –un sentido reducido, distante, del horror en el terreno– hay que tomar un libro de fotografías a color titulado: 2nd Tour, Hope I Don’t Die (Segundo periodo. Espero no morir). Es escalofriante.
La mayoría de los estadounidenses ha sacado de su mente estos dos conflictos absurdos y obscenos. Hay una economía por la que preocuparse y mensajitos cortantes que enviar por Twitter. Nadie quiere pensar en los jóvenes a los que les vuelan la cara o las extremidades. O en los padres, llenos de antidepresivos, que abrazan a sus hijos o cónyuges por última vez, en medio de una bruma de ansiedad, antes de que salgan rumbo a un tercer o cuarto periodo de servicio en las zonas de guerra.
El libro es el trabajo del fotógrafo Peter van Agtmael, quien pasó muchísimo tiempo siguiendo a las tropas de combate estadounidenses en esas dos naciones. Una de las fotografías del libro muestra a un capitán del Ejército parado, exhausto y aparentemente desamparado, en el piso manchado de sangre de un hospital de apoyo en combate en Bagdad. Van Agtmael fue sensible a la pesada carga psicológica que lleva a cuestas el personal médico al escribir el pie de foto:
“Tenían un humor negro, y eran en ocasiones inexpresivos y distantes cuando trataban a los pacientes. A los más graves les ponían apodos. A un soldado derretido por el fuego provocado por el estallido de un artefacto explosivo improvisado lo llamaron el hombre mugre. Sin embargo, algunas víctimas causaban gran efecto, especialmente los niños heridos. Algunos miembros del personal recurrieron a los analgésicos y otras drogas”.
La guerra en Afganistán tuvo sentido alguna vez, pero ya no. La guerra en Iraq nunca lo tuvo. Y, con todo, con la mayor parte de Estados Unidos desintonizada por completo, todavía seguimos alistando a los soldados e infantes de marina, poniéndolos en aviones y enviándolos con grandes riesgos (de vida o muerte) al lanzar los dados.
Segundo periodo de servicio. Espero no morir. O quizá sea el tercero o el cuarto o el quinto. El título del libro viene de grafitis pintarrajeados en un muro de una base de la Fuerza Aérea estadounidense en Kuwait, que fue uno de los puntos de tránsito para las tropas que iban a Iraq. Las mujeres y hombres jóvenes, combatientes estadounidenses, tienen que cumplir con estos múltiples periodos de servicio porque la abrumadora mayoría del pueblo de Estados Unidos no quiere participar para nada en las guerras del país. No quiere servir militarmente, no quiere hacer ningún sacrificio aquí, en el frente interno –ni siquiera quiere pagar los impuestos que se necesitarían para recaudar el dinero para pagar las guerras–. Solo agregamos los billones de dólares en déficits que se extienden hasta donde llega la mirada.
El grado en el que apenas pensamos en las guerras es el suficiente para señalar con el dedo a los voluntarios y decir: “Está bien, sí, grandioso. Tú vas. Y si regresas mutilado o muerto, te honraremos como a un héroe”.
¿Y para qué los estamos mandando? Hay una fotografía de Nick Sprovtsoff, un sargento de Flint, Michigan, que yace despierto en su litera en un puesto de patrullaje en Afganistán. Tiene un aspecto rudo, pero también parece preocupado. El pie de foto dice: “En su tercer periodo de servicio, ahí estaba para asesorar a un pelotón local del Ejército afgano. Era raro que los soldados afganos quisieran patrullar, y preferían ver DVD y fumar hachís. Su película favorita era Titanic”.
Se puede deducir una idea clara de la patética falta de voluntad del pueblo estadounidense para compartir los sacrificios de estas guerras, a partir del comentario que hizo el presidente Barack Obama en su discurso más reciente, pronunciado ante los veteranos de las guerras en otros países. “Somos un país de más de 300 millones de estadounidenses”, indicó. “Menos del uno por ciento porta el uniforme militar”.
El Presidente no estaba reprendiendo a quienes no sirven en el Ejército, solo pretendía elogiar a los que sí lo hacen. Sin embargo, la idea de que sean tan pocos los que estén dispuestos a servir en un momento en el que el país está peleando dos guerras prolongadas es una acusación profunda contra la sociedad.
Si tuviéramos llamado a filas –o meramente la amenaza del llamado a filas– no estaríamos en Iraq ni en Afganistán. Sin embargo, no lo tenemos, así que es seguro para que la mayor parte del país haga caso omiso cuando se hace la guerra. Los hijos de otras personas van a la matanza.
En lugar de reducir nuestra participación en Afganistán la estamos aumentando poco a poco. Obama dijo a los veteranos de guerras en otros países que pelearla allá es absolutamente esencial. “Es fundamental para la defensa de nuestro pueblo”, indicó.
Bueno, si esta guerra, ahora por cumplir nueve años, es tan fundamental, todos deberíamos ayudar. No deberíamos dejar todo el peso de la carga monumental a una pequeña porción de la población, enviándola al combate una vez y otra y otra y otra.
© 2009 The New York Times News Service.