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No podía haberme sentido menos sorprendido cuando, hace unos días, leí que un soldado estadounidense había sido acusado de acribillar a balazos a cinco de sus compañeros de servicio en Iraq. El hecho de que lo anterior haya ocurrido en un centro de asesoría de salud mental en la zona de guerra solamente sirvió para agregar una capa más de mordacidad y un escalofriante elemento de ironía a la tragedia fundamental.

El precio psicológico de esta guerra, al parecer imprudente e interminable, ha sido profundo desde el primer día. Además, la negación voluntaria del país con respecto a ese precio ha sido igualmente profunda.

Con base en las autoridades, John Russell, de 44 años de edad, sargento del Ejército de Estados Unidos del que se había reconocido que estaba profundamente agitado e iba en su tercer recorrido por Iraq, acudió al centro de asesoría por la tarde del 11 de mayo y abrió fuego, matando a un oficial del Ejército, a otro de la Naval, así como a tres soldados. Estos tres últimos militares tenían 19, 20 y 25 años de edad.

Esto es lo que ocurre en las guerras. Las guerras se relacionan con matar, y una vez que la matanza se desata, asume muchas, muchas formas. Razón por la cual resulta tan enfermo pelear guerras innecesarias, y tan inmoral enviar a los hijos de otras personas a guerras –tanto psíquica como físicamente– de las cuales los propios hijos son cuidadosamente protegidos.

Las consecuencias a raíz de la tensión psíquica de las guerras en Iraq y en Afganistán han sido vastas, pero no había razón para que sus destructivos efectos hubieran tomado por sorpresa a nadie. Existían abundantes pruebas apuntando a que esto sería un enorme problema. Al referirse a Iraq en el año 2004, el doctor Stephen C. Joseph, quien había sido uno de los subsecretarios de la Defensa durante la administración Clinton, dijo: “Yo tengo una idea muy firme en cuanto a que las consecuencias para la salud mental van a ser la principal historia médica de esta guerra”.

Recuerdo haber escrito una columna acerca de Jeffrey Lucey, infante de Marina de 23 años de edad, quien estaba profundamente deprimido y sufría del desorden de tensión postraumática, o DTP, cuando regresó de Iraq tras haber servido durante los primeros meses de la guerra. Él describió abominables sucesos que había encontrado a su paso y se criticó severamente a sí mismo. Bebía en exceso, tenía pesadillas, se alejó de sus amigos y destrozó el automóvil familiar.

En la tarde del 22 de junio del 2004, escribió una nota que decía: “Son las 4:35 p.m. y estoy cerca de completar mi muerte”. Después, se colgó con una manguera de jardín en el sótano de la casa de sus padres.

Debido a que hemos optado por no compartir los sacrificios de las guerras en Iraq y en Afganistán, la terrible carga de estos conflictos está siendo soportada por un porcentaje de la población obscenamente pequeño. Debido a que esta clase guerrera es tan pequeña, las mismas tropas tienen que ser enviadas a las zonas de guerra para completar recorrido tras recorrido.

A medida que estos recorridos se van acumulando, lo mismo ocurre con los problemas de salud. El combate, para empezar, vuelve loca a la gente. Destacamentos múltiples son recetas para colapsos totales.

Como informó la RAND Corp. en un estudio divulgado el año pasado: “No solamente se está destacando a un mayor porcentaje de las fuerzas armadas, sino que los destacamentos han sido por más tiempo, ha sido común que efectivos sean destacados de nuevo a combate, al tiempo que han sido infrecuentes los descansos entre cada recorrido por zonas bélicas”.

En fechas recientes, esfuerzos de las fuerzas armadas por manejar algunos de los aspectos más flagrantes de sus políticas de destacamento han equivalido a muy poco y demasiado tarde. El estudio de RAND encontró que aproximadamente 300.000 hombres y mujeres que habían servido en Iraq y Afganistán ya estaban sufriendo a causa del DTPT o de profunda depresión. Lo anterior casi equivale a uno de cada cinco veteranos que regresan.

Las tragedias de la guerra producidas en masa van más allá de las muertes en combate. Detrás del muro abstracto de las estadísticas de RAND está el inmenso sufrimiento de la vida real de personas muy reales. El precio a pagar incluye a las víctimas de la violencia y ebriedad, así como hogares rotos y suicidios. La mayoría de las historias nunca logran llegar a los medios impresos. A la gente entre la población que profesa gran admiración y respaldo por nuestros hombres y mujeres peleando, no le interesa.

Otros estudios han hecho un paralelismo con el de RAND al poner de relieve el precio psíquico de estas guerras. Un nuevo sondeo por parte de la cadena CBS encontró que los veteranos entre 20 y 24 años de edad tenían probabilidades de dos a cuatro veces mayores de cometer suicidio que otras personas de la misma edad que no lo eran. La portada de una revista Time revelaba el año pasado que “por primera vez en la historia, un considerable, y creciente, número de las tropas de combate de Estados Unidos está tomando dosis diarias de antidepresivos para calmar los nervios por la tensión de repetidos y largos recorridos en Iraq y Afganistán”.

Estamos sacrificando brutalmente y a sangre fría el bienestar psicológico de estos hombres y mujeres, lo cual debería ser un escándalo. Si estas guerras son de tanta importancia para nuestra seguridad nacional, todos deberíamos estar participando en alguna forma de verdadero sacrificio, y muchos más de nosotros deberíamos estar sirviendo (en las fuerzas armadas).

No obstante lo anterior, Estados Unidos apacigua su conciencia y tapa su culpa con la cobarde invocación: “Ah, ellos son voluntarios. Ellos sabían en qué se estaban metiendo”.

© The New York Times News Service.