En los últimos años hablar de salud mental dejó de ser un tabú para convertirse en una necesidad. Sin embargo, hay un lugar donde el silencio aún pesa, y son nuestras escuelas y colegios a nivel de todo el país. Mientras crecen los casos de violencia, depresión adolescente, suicidios infantiles y consumo de drogas, el sistema educativo sigue enfocado en calificaciones, uniformes y pruebas estandarizadas. ¿Y si empezamos a hablar, en serio, de salud mental en las aulas? En un país donde el 70 % de niños y adolescentes ha experimentado algún tipo de violencia y donde las cifras de suicidio juvenil aumentan cada año, seguir ignorando la dimensión emocional del aprendizaje no solo es irresponsable, sino que es cruel. La escuela, para muchos niños, no es solo un espacio de estudio, sino que es el único lugar donde podrían ser escuchados, comprendidos o protegidos, pues en muchos casos pertenecen a hogares disfuncionales, con altos índices de violencia y carencias en todos los sentidos.
Podríamos hacernos una pregunta simple para cuantificar el grado de abandono en esta área, la misma que es: ¿cuántas escuelas tienen psicólogos a tiempo completo? ¿Cuántos docentes han sido formados para identificar señales de alarma? ¿Cuántas veces se enseña a los estudiantes a gestionar el miedo, la ansiedad, la frustración o el duelo? En lugar de eso, se les exige que memoricen, obedezcan y se “porten bien”, aunque estén desbordados por dentro, enmarcándolos en un esquema tradicionalista, en el que el sistema debe prevalecer sobre los cambios que se presentan en la realidad. La salud mental no es un tema individual ni médico: es también educativo, comunitario y político. Invertir en bienestar emocional desde la infancia previene violencia, deserción escolar, embarazos tempranos y consumo problemático de sustancias. Pero, sobre todo, forma ciudadanos con habilidades para la vida, no solo para los exámenes.
No se trata de agregar otra materia al currículo, ni de cumplir una planificación que ya no tiene apego a la realidad del país, sino de transformar la cultura escolar para apuntalar desde el inicio los pilares de la sociedad, proyectando inclusive que los docentes tengan acompañamiento emocional. Que existan espacios seguros para hablar del bullying, la ansiedad o los conflictos familiares. Que las autoridades encargadas de llevar la educación del país entiendan que no se puede aprender con la mente rota. Muchos docentes ya hacen lo que pueden con recursos mínimos, muchas familias confían en la escuela como red de contención, pero sin un eje de desarrollo claro, sostenido y a base de una planificación presupuestaria, el esfuerzo aislado no basta.
Hablar de salud mental en las escuelas no es un lujo, es una urgencia nacional. Un país que forma ingenieros, abogados o médicos, pero ignora la salud emocional de sus niños, se construye sobre cimientos frágiles, pues ser un profesional no implica ser un profesional ético. Quizá sea hora de dejar de pedir silencio en clase y empezar a escuchar lo que nuestros estudiantes, en su lenguaje o su silencio, están tratando de decirnos. (O)