Varias veces he confesado que me encanta leer sobre fútbol, pero no disfruto verlo. Me pone tensa, sobre todo cuando los relatores gritan como si la vida dependiera del próximo pase. Termino haciéndome hincha de un equipo que ni conozco, deseando con el alma que gane. Y ni hablar de las finales del mundial: ahí, el corazón se me sale por la boca.
Claro que hay excepciones. Cuando la diferencia de goles es irremontable y falta poco para que termine el partido, me relajo y disfruto. Veo las jugadas como quien escucha una sinfonía: atenta a la armonía porque ya sé el resultado…
Esta vez, me encontraba del lado del Paris Saint-Germain. No por su nómina ni por sus millones, sino porque amo París: su belleza, su historia, su cultura. Así que me dispuse a ver el segundo tiempo de la final de la Champions League, esa cita que reúne a los mejores equipos de Europa.
Pero cuando lo intenté, ya era tarde. El partido había terminado. Y con un resultado contundente: 5 a 0. Me alegré profundamente.
Fue algo más que una victoria deportiva. Fue el triunfo de un equipo que supo jugar como una orquesta. Donde el técnico, como buen director, logró que cada instrumento tocara su parte con precisión, pero también con alma. Esa armonía que hace posible que el “nosotros” valga más que el “yo”. No ganó un jugador: ganaron todos. Y ese todos se extiende al club, al barrio, a la ciudad, al país... y, en este caso, a Quinindé. Su figura con la orejona apareció en la portada de la prensa nacional como un abrazo colectivo en tiempos de incertidumbre.
Porque uno de los protagonistas del partido fue Willian Pacho, ecuatoriano, joven, negro, fuerte, sereno. Nacido en Quinindé, una ciudad olvidada de la marginada Esmeraldas. La misma ciudad que suele aparecer en los mapas solo cuando se reportan derrames de petróleo, cuando se cuentan muertos por el narcotráfico o cuando alguien maldice los huecos de la carretera que lleva a la capital provincial.
Pero esa noche, Quinindé fue otra cosa. Fue orgullo. Fue noticia. Fue esperanza. Porque uno de sus hijos, salido de esas calles agrietadas, estaba brillando en la cancha más exigente del mundo. Porque su nombre, junto al de París y junto al de su país, apareció en los titulares sin escándalo, sin sangre, sin miseria. Y lo hizo dentro de un equipo multicultural, como es el Paris Saint-Germain, como debería ser el mundo. Un equipo formado por jugadores de múltiples países, idiomas, credos y colores, que supo encontrarse en la cancha y hablar el lenguaje común del juego limpio, la entrega y el trabajo en conjunto.
Lamentablemente, fuera del estadio, la celebración no tuvo la misma armonía. En nombre de la victoria y de una multiculturalidad mal entendida, la ciudad que amo sufrió destrozos, saqueos, violencia gratuita. Como si la pasión, desbordada y sin conciencia, se llevara por delante todo lo que debería sostenerla: respeto, convivencia, humanidad.
Pero yo me quedo con otra imagen. La de Pacho, el chico de Quinindé que jugó con el alma entera de su pueblo en los pies. Que nos recordó que desde los márgenes también se puede escribir historia. Que el fútbol, cuando se lo entiende como un arte colectivo, puede dar voz a los que no la tienen.
Y eso vale tanto como cualquier copa. (O)