Dos años viviendo sin carriles. Calculo que fue a finales de 2023 cuando vi, por última vez, líneas blancas que marcaban el rumbo de los vehículos que transitan por la vía a Samborondón. Desde entonces, lo que nos queda es un gran camino vecinal, una franja de polvo y tierra que se ensancha, se encoge y serpentea de manera imprevisible; con baches, conos y barriles que aparecen y desaparecen sin lógica; con retornos que se abren y se cierran según los dictados gastrointestinales del agente de tránsito de turno. Ese camino desigual que se llena cada día de motociclistas fascinados con la adrenalina de vivir al borde de la muerte, de conductores que imitan a monos capuchinos en celo y de vehículos que juegan a las trenzas, a las piruetas y a los cruces horizontales.
Por supuesto que nadie nos va a devolver el tiempo perdido en los embotellamientos; que nadie nos va a compensar por la suspensión del carro que cede cada vez que un bache decide expandirse y emanciparse; que nadie nos va a indemnizar las lesiones, los sustos o las desgracias que producen en este ecosistema vial. Por supuesto que nadie va a cuantificar jamás el golpe a la productividad que supone tener a los agentes económicos atrapados en las vías todos los días del año; que nadie se tomará la molestia de buscar responsables; que nadie comprenderá los efectos que genera las molestias de atravesar, a diario, un espacio tan perfectamente caótico. Y, por supuesto, también, que lo que ocurre en la vía a Samborondón no ocurre solo en la vía a Samborondón; que la seguridad social, la salud pública, la educación, la producción petrolera y, en realidad, casi todo lo demás, es un desastre; que, tal como ocurre con el tráfico, en este país cualquier relación personal, comercial o laboral se da al margen de la civilización porque no existen leyes que se cumplan ni un sistema judicial que nos resguarde.
Pero cambiemos de vereda. Es cierto que heredé de mis padres la increíble capacidad de ver defectos en todas partes. Y muchos de mis conciudadanos comparten esa habilidad. Somos un país que vive en la queja. Pero podemos romper el círculo, como repiten esos libros de autoayuda tan celebrados por los filósofos de Twitter. Podemos elegir ver lo bueno. Seguro que no podemos ir tan lejos como para encontrar belleza en el caos de la vía a Samborondón, entre los monos capuchinos al volante y los vigilantes coreografiando su versión de las pascuas. Pido optimismo, no alucinación. Pero sí podemos ver heroísmo y virtud en esa minoría de personas que, aun sin carriles, deciden manejar correctamente. En los empresarios que siguen invirtiendo y creando empleo pese a no tener un sistema judicial que los ampare. En los burócratas que sí intentan cumplir con su trabajo entre la ineficiencia y la corrupción estatal. Y en todos aquellos que insisten en que la ética es posible aun cuando nadie, ni literal ni figuradamente, nos pinte carriles en este país de descarrilados. (O)