Casi todos fuimos testigos de su captura, aun yo que me resisto a ver violencia en las redes sociales, pues la realidad me la prodiga en exceso. Allí estaba en su negocio, pequeña, delgada, cansada. La noche, tan madrugadora en esta mitad del mundo, ya había cernido sus sombras en el barrio. Llevársela fue como levantar una hoja del suelo.

No conocemos su voz, su historia, su idioma. Pero la imaginamos como a tantas mujeres que vienen desde lejos buscando pan, dignidad, futuro. La imaginamos abriendo su tienda al amanecer, regateando en español con acento chino, soñando con una vida mejor. La imaginamos con miedo. Con ese miedo que ya no distingue lengua ni bandera.

Dos sospechosos comparecieron ante la ley, se declararon parte del secuestro, pero los dejaron libres. Porque hay que aplicar a igual delito la pena que favorece más. ¿Se les cayó un papel? ¿No firmaron bien el acta? ¿Faltaba una coma?

Apareció en una cisterna, amontonada con otros tres cuerpos. Cadenas, signos de tortura, un castigo brutal. Dicen que no pagó la vacuna. Y ahora es un nombre en los titulares, Guo Xiudan, una víctima más de un sistema que ya no funciona –o solo para unos pocos–. William Guamán, Jaime Fernández, José Antonio London, los trajeron desde lejos, también tenían familia, nombres, raíces, hermanados en la angustia, en el sadismo para morir sin explicación. Como si fueran intercambiables. Como si la vida tuviera dueños.

No conocemos sus historias completas. Solo sus finales, que llegaron con brutalidad y silencio. Pero nos basta. Este país –el nuestro– no puede seguir recogiendo cadáveres como si fueran un rechazo. No puede aceptar lo inaceptable.

Hay una grieta que se ensancha. Cada vez es más difícil mirar para otro lado. Mientras unos trabajan, otros extorsionan. Mientras unos viven con esfuerzo, otros gobiernan con terror. Y lo más brutal: algunos de los que deben proteger, liberan. La justicia que no protege deja de ser justicia. Y se vuelve cómplice. Estamos atrapados entre normas que ya no bastan y un caos que se impone por la fuerza. Hay leyes. Pero no hay ley.

Nos duele. No solo por ellos. Nos duele por nosotros. Porque uno a uno se nos va cayendo el sentido de humanidad. Nos acostumbramos al horror. Lo volvemos parte del paisaje. Cambiamos de canal. Decimos “qué pena” y seguimos comiendo. Pero no. Esta vez no. Esta vez se metieron con algo que aún queda vivo: la vergüenza. La indignación.

No tenemos todas las respuestas. Pero tenemos derecho a la indignación. A la pena profunda. Y a no acostumbrarnos jamás. Porque cuando uno de nosotros muere así, todos nos deshumanizamos un poco. Y cuando no hay justicia, lo que queda es venganza o silencio. Y ninguna de las dos sirve para sanar un país que se desangra.

Que sus muertes no sean solo un titular más. Que no se ahoguen en la rutina de la violencia. Que nos obliguen a ver, aunque duela. A hablar, aunque incomode. A actuar, aunque cueste.

Porque si ellos no importan, entonces nadie importa. Y si no somos capaces de indignarnos, de llorar, de gritar, entonces ya no somos país, sino territorio tomado. Y lo mínimo que merecen –lo mínimo que merecemos– es no olvidar.

Hoy, en el fondo de esa cisterna, no estaban solos. Estábamos todos. (O)