Hay relatos a los que siempre necesitamos regresar. Muchos de ellos tienen sus raíces en nuestras infancias o de momentos claves que necesitamos recuperar de nuestra memoria. La capacidad de retornar una y otra vez, como un lugar seguro, a la cadena de sucesos, palabras e imágenes que arropan nuestra existencia. Se convierten en el blindaje emocional que arrancamos de los universos propios. No puedo precisar el tiempo, así que propongo un destiempo para que los gestos de la memoria tengan su función en nuestros caminos. Todo esto es una excusa que alberga la única historia que invade mi presente. Vivía en un país que era conocido como una isla de paz. Vivía en un país que presumía de su territorio fértil. Vivía en un país que amaba la vida.

La vida arrebatada se vuelve una constante y la repetición de los actos que amenazan la convivencia pierden su efecto. Nos anestesian. Sorprende cómo nos adaptamos a las circunstancias, pues la supervivencia interviene para no distraernos de nuestros campos de acción. La indignación rara vez alcanza su punto máximo y finalmente pasamos la página. La mayoría de nosotros repudiamos la violencia en la que estamos inmersos, pero sorprendentemente, no se produce ninguna acción colectiva que refleje nuestras incomodidades. Nos conduelen los testimonios de los familiares de las víctimas y de aquellos que lamentan a diario la pérdida de un ser querido. Muchos de nosotros compartimos el duelo nacional por Fernando Villavicencio. La paradoja de las recientes elecciones, a menudo descritas como “la fiesta de la democracia”, enmarca el trágico presente.

He escuchado con profunda admiración las voces de Tamia y Amanda, hijas del difunto candidato presidencial Villavicencio. Valoro enormemente la fortaleza que demuestran, a pesar del luto que ha marcado sus vidas cotidianas. Juntas comparten su experiencia en varias entrevistas, donde explican cómo gestionan junto a su familia, compañeros de vida y círculo cercano, el desafío de afrontar la ausencia del padre. No puedo dejar de pensar en ellas y en el legado de su padre, que cobra vida en sus palabras.

Reconocen que fue un incansable luchador y, como en las legendarias epopeyas, él se quedó solo. El Estado lo abandonó.

En una entrevista realizada en este medio, mencionaron que son “las maquinistas de la locomotora Villavicencio”, haciendo referencia al importante rol que asumen en el presente. Lo que más impacta son las cadencias de sus palabras, revelan resistencia y lucidez, mientras evocan el retrato del luchador ausente. Las dos hermanas reflejan su vocación artística y comprometida. Comparten anécdotas y las enseñanzas dejadas por su padre.

Desde el dolor y la pérdida, a menudo exploramos opciones de autogestión y búsqueda para sanar. Las hijas de Villavicencio cantan y escriben. Estas elecciones de reparación humanizan, revelan el poder transformador de las palabras. Como bien dijo Tamia: “La rabia es una tierra preciosa que podemos pulir para movernos, para crear arte, para provocar cambios...”. Tamia y Amanda destacan constantemente el profundo amor que su padre sentía por la patria. Reconocen que fue un incansable luchador y, como en las legendarias epopeyas, él se quedó solo. El Estado lo abandonó. (O)