Me habría gustado escribir sobre este tema en octubre venidero, pero son obvias las razones de este adelanto. Tras el fracaso, en 1961, en Bahía de Cochinos, del desembarco de exiliados cubanos con apoyo norteamericano para derrocar a Fidel Castro, la Unión Soviética aprovechó el resentimiento del dictador cubano para convencerlo de que permita el despliegue en su país de misiles con cabezas atómicas, cuyo alcance les permitiría cubrir casi todo el territorio continental de Estados Unidos. En 1962 la CIA obtuvo información que llevaba a pensar que la Unión Soviética estaba desplegando esas armas en Cuba. A pesar de que el Gobierno americano había anunciado la suspensión de las operaciones del U2, este avión espía volvió a volar para confirmar que se había producido la instalación de los cohetes.

El gobierno del entonces presidente John Kennedy barajó varias alternativas para conjurar el peligro. Había que tener cuidado para que la respuesta no signifique, como lo dijo el general Marshall Carter, “el fin sino el principio”. Se refería a la posibilidad de la III Guerra Mundial. Al final se optó por una enérgica exigencia del retiro de los cohetes, junto con un bloqueo naval. Los soviéticos aceptaron retirarse a cambio de un solemne compromiso americano de no invadir Cuba. Fue el momento de máxima tensión entre Occidente y los estados comunistas. Después Fidel Castro y Ernesto Guevara, alias el Che, dijeron que había sido una traición a Cuba por parte de Nikita Jrushchov, entonces líder de la Unión Soviética, en una negociación en la que no se tomó en cuenta al pueblo cubano que habría estado dispuesto al “sacrificio atómico” en procura de la revolución mundial.

Esta idea de la traición prevaleció en amplios sectores del marxismo en todo el mundo. Hasta hoy sostienen que valdría la pena el sacrificio de una guerra atómica para destruir para siempre al capitalismo e implantar el comunismo en todo el mundo, ya que la evolución de la humanidad no se habrá detenido y las condiciones alcanzadas antes del conflicto se mantendrían. Peligrosísimo acto de fe en el dogma leninista. Vladimir Putin, que sí tiene ADN comunista en su retorcido genoma ideológico, puesto que fue educado en la KGB, en la que los estudios de marxismo eran materia dominante, extrae de allí su propia interpretación de la historia y considera, desde su nacionalismo arcaico y simplón, combinado con su soberbia de gendarme arribista, que valdrá la pena la muerte de unos pocos milloncitos de seres humanos y unos billones en destrozos, para crear un nuevo imperio ruso de Polonia a Alaska incluidas. Nos ha llevado así al momento más peligroso para la humanidad en sesenta años, acción demente que supera largamente el despliegue de misiles de Jrushchov, pues la invasión a Ucrania ya se ha cobrado miles de vidas y ha causado pérdidas billonarias a la nación invadida, pero también a los mismos rusos. Frente a tan sangrienta chifladura, Occidente debe endurecer su posición, con medidas que fuercen al pueblo ruso a derrocarlo, pues de lo contrario este zorro suelto en el gallinero global, no tardará en servirse otras aves. Con los tiranos no se discute, se los obliga. (O)