Definitivamente, el verdadero idioma universal ya no es el inglés y tampoco han escalado lo suficiente el mandarín ni los emoticones como para ser el relevo: el verdadero idioma universal es la corrupción, y su expansión es aterradoramente geométrica en países del subdesarrollo, como el nuestro, donde un celular vale más que una vida, y una vida de lujos puede estar a la vuelta de la esquina si se sabe accionar los códigos adecuados y pisotear a quien sea, sin remordimientos.

Es lo que estamos observando por estos días, en primera fila, los ecuatorianos con el destape de tramas de corrupción aderezadas con infinitos intereses económicos y servidas en platos de “cuello blanco” para su consumo en clubes exclusivos montados por igual en barrios de lujo, en guaridas montañosas o en el interior de cárceles mal llamadas “de máxima seguridad”, donde los guardias van a comprar el hielo para el whisky que consume el capo.

Necesaria purga judicial

Qué fácil está resultando unir en un mismo hecho de corrupción político-económico-judicial al connotado personaje que impone su estatus social con el que emergió de la nada hasta llegar a una instancia judicial en la que, archivando principios y valores (si alguna vez los tuvo), se enriquece fácil en comunión con delincuentes y sicarios, haciendo que las cosas más incoherentes pasen mediante la aplicación de resquicios legales muchas veces torcidos y rebuscados. Si el uno habla chino-mandarín y el otro zulú africano, no importa, si los códigos comunes de la corrupción los unen y les permiten hacer un acuerdo mutuamente reconfortante, aunque se hayan llevado por delante la ética, la dignidad y hasta la libertad de otros.

Es impresionante, aunque a estas alturas nada debería serlo, cómo algunos de estos actores se la juegan para proteger a sus contertulios en la dialéctica de la corrupción. O hay también los que están dispuestos al silencio que les garantice inmunidad dentro del mafioso espacio al que han estado sirviendo para cuidar de su vida y la de sus allegados, y, tras una breve instancia en la sombra, poder disfrutar de los placeres del dinero mal habido.

La conjura

Insisto, con dolor: el verdadero idioma universal es actualmente la corrupción. Bien podría llamarse “corrupcés”. Qué fácil resulta transar con un agente de tránsito sin necesidad de palabras; con el proveedor de un servicio para que mire para otro lado; hasta con el camillero de un hospital público o privado, para alcanzar algún beneficio que muchas veces no son más que derechos secuestrados. Tiene también su faceta de corrupción el ver cómo autoridades llamadas a combatir ese mal aceleran o frenan procesos de acuerdo a sus intereses políticos.

El tendero que duplica los precios sin que al productor le importe; el carnicero que le compra productos a quien nunca ha tenido ganado; la maestra que para graduarse hizo las mismas trampas que ahora prohíbe a sus alumnos; el médico que opera dolencias para las que nunca se especializó. Son tantas y tan variadas las facetas de la corrupción en la sociedad y tan efectivo con ellas el lenguaje de los signos que a ratos parecen ya la regla y no la excepción. Ojalá esto tenga vía de retorno. (O)