Es una historia de amor y muerte, quizá lo único que importa en la vida. Es también una historia de guerra, de muchas guerras: guerras paralelas, interpuestas y consecutivas, guerras que incesantemente nos desgarran revelando los fracasos de la humanidad. Es una historia de dos refugiados en París: Gerta Pohorylle y Endre Ernő Friedmann. Gerta nació en Alemania en 1910 de padres judíos polacos y huyó a Francia en 1933 tras salir de la prisión en Leipzig, donde los nazis la detuvieron por un “crimen” heroico: asociarse con activistas antinazis. Había recibido una educación privilegiada, así que llegó a Francia hablando francés, inglés y ese lenguaje poderoso de las personas inteligentes, carismáticas y visionarias. En París vivía en un cuartucho con su mejor amiga (otra exiliada) y entre las dos no tenían dinero ni para un café. Friedmann, judío húngaro, paseaba por las calles de París con la misma hambre y desarraigo, con su cámara de fotos con que ganaba unas migajas (los refugiados tenían prohibido trabajar en Francia, salvo como artistas). Gerta y André (su nombre francés) se conocieron en 1934 en una sesión de fotos donde la amiga de Gerta modelaba. Inició así una amistad que daría paso a un amor que les cambiaría la vida.
El desfile de Pekín, Estados Unidos y América Latina
André compartió con Gerta el arte de la fotografía y ella con él su destreza social y lingüística que les abrió las puertas de diarios y agencias que los emplearían como fotorreporteros. Pero no bastaban el talento y la técnica, para tener éxito y prestigio debían borrar de sus nombres todo lo que denotara judío, pobre y refugiado. Fue así como en 1936 Endre Ernő Friedmann pasó a llamarse Robert Capa y Gerta Pohorylle: Gerda Taro. Con esos nombres hollywoodenses al estilo de Greta Garbo y Frank Capra, Robert Capa y Gerda Taro se lanzaron a mirar y registrar el mundo. Sus imágenes de la Guerra Civil española se publicaron en diarios alemanes y franceses. Son intensas, tiernas, crudas, revelan lo esencial tras lo coyuntural. Son legendarias.
Anuncié una historia de amor y muerte, experiencias humanas y sublimes, pero violadas por la obscenidad de la guerra. Es así la historia de un amor interrumpido, de vidas segadas a destiempo: en julio de 1937, a punto de cumplir los 27 años, Gerda Taro fue arrollada por un tanque durante la retirada de los republicanos derrotados por las fuerzas de Franco. Llegó a un hospital en El Escorial con las tripas derramándose por la herida en su bello cuerpo joven.
Dicen que Robert Capa jamás superó la muerte de su compañera de arte, exilio, aventuras y lucha política. Murió como ella, con la misma violencia de quien se ha pasado la vida observando y revelando la guerra: en 1954, a los 40 años, pisó una mina cuya detonación le reventó el cuerpo. Sucedió en la Indochina francesa (a punto de dejar de serlo), en Vietnam, donde 18 años más tarde, una nueva guerra vomitaría la imagen de esa niña huyendo aterrada con su cuerpecillo desnudo y quemado por el napalm usado por Estados Unidos.
Es criminal iniciar una guerra. Es heroico reportar y denunciar la realidad desde el frente. Es doloroso y frustrante ver imágenes de guerras lejanas. Es urgente exigir su fin. (O)