En este 2025, cuando se cumple el centenario del nacimiento de don Rafael –siempre lo llamé así–, me corresponde recordarlo con la devoción que siempre he dedicado a los escritores nacionales cuya obra respeto. En el mosaico de asignaturas que seguí en mi carrera literaria, en la Universidad Católica, figuraba Literatura Ecuatoriana, a lo largo de dos años. El profesor anterior había dividido los programas de manera singular: el primer año para la poesía y el segundo para la narrativa; cuando él no volvió, le tocó a don Rafael continuar con ese ordenamiento sui géneris.

Yo ya olfateaba mi futura dedicación a ese “recorte” del amplio espectro literario (en mi época se segmentaba la producción de las letras por nacionalidades, así que estudié literatura inglesa, norteamericana, rusa, etc.) y me entregué con pasión a todo lo que la palabra del maestro me iba revelando. Don Rafael, discípulo directo de Joaquín Gallegos Lara, contó a mi grupo los movimientos por medio de cuerdas del gran autor de Las cruces sobre el agua (que yo leí en la biblioteca de la Casa de la Cultura porque no había ediciones), dada su invalidez; lo generoso que era con su tiempo, porque, cuando se aprestaba a escribir, algún joven tocaba a su puerta y él dejaba su proyecto para atender al aprendiz. Narró que, con enorme vergüenza, se atrevió a mostrarle sus iniciales escritos al admirado intelectual.

La FIL y nuestra literatura

Otro de los testimonios que queman –por indelebles– en mi memoria es sobre César Dávila Andrade, el inolvidable Fakir, que visitaba, cuando venía a Guayaquil, los burdeles de la calle Quito, donde mujeres del oficio lo trataban con ternura y le invitaban los tragos; o cuando lleno de timidez asistió a la entrega de premios del concurso Ismael Pérez Pazmiño, sesión en la cual se supo que el enorme poema Boletín y elegía de las mitas del cuencano obtuvo un segundo puesto, al parecer, por confusiones mezquinas del jurado.

Al estudiar con Díaz Icaza me di cuenta de cuánto camino me esperaba para, primero, consumir, y luego, analizar la caudalosa tradición de nuestra literatura. Y eso en tiempos cuando recibimos como agua de mayo la colección Ariel, que llegó a llenar el enorme vacío de las publicaciones. Naturalmente, luego me fue imperativo seguir la obra de mi maestro: desde su primer poemario, Estatuas en el mar (1946), e igualmente su primer cuentario, Las fieras (1951), etapa de la cual discuten los especialistas: ¿fue epígono del realismo social o desde sus inicios tomó rumbo propio?

‘La mirada de Humilda’

Su ímpetu lírico tuvo un principal destinatario: su Guayaquil. En 1979 escribió Ciudad nocturna, un largo poema donde florecen alusiones a barrios y calles, a sectores pobres y abandonados sobre los cuales tiembla la sensibilidad de la mirada poética. Yo le escuché decir en una de sus clases: “A Guayaquil se la ama como a un hijo enfermo”, y leyendo sus poemas se corrobora ese amor, que lo llevó a llamarla “bestia pura del alba”.

Cuando ya tenía tres libros de cuentos publicados escribió las novelas Los rostros del miedo (1962) y Los prisioneros de la noche (1967), muestras de cuánto había conquistado en terreno literario propio. Sus columnas en Diario EL UNIVERSO nos acompañaron por décadas. Como alguien bien pidió: ya es hora de contar con las obras completas de tan representativo escritor. (O)