Me encantaba entrar al colegio. La ilusión del uniforme nuevo, el carriel nuevo, los cuadernos recién forrados y membretados; las reglas, borradores, pinturas impacientes por ser sacadas, afiladas, utilizadas... Me encantaba entrar al colegio. Los preparativos eran como una ilusión nueva que se repetía cada año; como una corazonada alegre que llegaba con puntualidad; como una alegría gastada de tanto ser alegre.

Mi hermana Pati, mamá y yo, acicaladas como para fiesta, peinadas como para baile, limpias como para una cirugía, tomábamos el Chaguarquigo - Hotel Quito en la puertísima del mismo hotel. Íbamos en colectivo hasta el centro de la ciudad. Esa ciudad vieja y ruidosa que despertaba todos los sentidos, en especial el sentido de la golosina con quesadillas, cocadas, roscones, higos y chocolatines de la confitería La Fama.

La primera parada era en Almacenes El Globo, cuya puerta pivotante invitaba a dar tres vueltas como en un carrusel. Fingíamos estar atrapadas hasta que mamá nos clavaba la mirada con su ¡Ya van! En El Globo había todo, o casi todo, pero mamá era muy escogedora. Veía y revisaba cada calzonario, cada manga, cada tela, cada media con una minuciosidad cansona. La siguiente parada era La Americana o la Casa Malo. Creo que todos los almacenes vendían similares cosas, pero mamá comparaba precios o calidades; lo cierto es que veía y revisaba cada calzonario, cada manga, cada tela, cada media con la misma minuciosidad cansona, en los tres lugares.

También visitábamos Tía, ese almacén que olía a jabón rancio, y sabía a jabón rancio, y lucía un desorden muy a su estilo, porque, entre las cosas escolares, a mamá se le cruzaba la necesidad de comprar algo que solo ahí vendían. Cada año, todos los años.

En el centro de la ciudad nos compraban todo. Desde la ropa hasta los zapatos, los libros, cuadernos, vinchas, cintas y no sé cuántas vainas que un escolar ecuatoriano que se precie debía tener. El recorrido terminaba con algún helado, o garrapiñada, o un simple vaso de cola en algún sitio lindo, como el aterciopelado y elegante Wonder Bar, en el piso alto del Teatro Bolívar.

El centro histórico tenía un encanto propio. El encanto de la nostalgia, de la identidad, de la teja y la piedra, de la historia y del monte. El norte de Quito, lleno de casas lindas y avenidas verdes, tenía un encanto nuevo; olía un poco a futuro, un poco a velocidad, a aventura, a vereda limpia y a pavimento. Pero ambos eran encantadores.

Casi como un ritual, me paro en la ventana al caer la tarde y veo los edificios discordantes, los letreros agresivos. Veo el smog, intuyo el ruido, huelo la mugre desencantada de una ciudad que desconozco. ¿Qué te hicieron, ¡mierda!, qué te hicimos?, digo bajito con esa enorme vergüenza que da la culpa; con esa vergüenza estéril que da la impotencia; con esa tristeza vieja de haber visto venir la avalancha y no decir ni pío.

Camino en una ciudad gringa de perfectos jardines. Veo letreros que en rima piden no ir rápido: This is our town, please slow down. Y pienso que en Quito el letrero debería advertir: Esta es nuestra ciudad, no hará otra bestialidad. (O)