En algunos lugares del mundo los niños ya están de vuelta en las aulas. Se acabó el verano, el mar y la piscina, los viajes y campamentos; mochila a la espalda y lonchera en mano, los ojos brillantes de temor e ilusión, la infaltable foto que mamá compartirá en redes sociales. Es hora de regresar a la escuela: sillas cómodas o astilladas, pupitres relucientes o tatuados con la historia del aburrimiento de los alumnos que por allí han pasado, atentos o distraídos, la maestra creativa y simpática o amargada y desmotivada, los libros, la información, las actividades, los deberes, los amigos, los agresores... Es abrumador, si nos ponemos a pensar (o a recordar) todo lo que los niños deben enfrentar cada día en la escuela.

Hablo de “los niños” como si tuvieran todos las mismas oportunidades, cuando sabemos que no es así. Yo tuve el privilegio de asistir a una escuela privada en Quito (eso a mi padre le costó, literalmente, muelas) y ahora tengo la suerte de que mis hijas crezcan en un país con un sistema educativo público que, si bien no es perfecto, está constantemente esforzándose. Se tiene que ser cruel e ignorante para afirmar que la educación debería privatizarse. No hay recurso más indispensable para el desarrollo sano, democrático y exitoso de una sociedad, y si la educación está solo al alcance de niños cuyos padres ya tienen solvencia económica, pues, es evidente que la desigualdad social se perpetuará (para deleite de algunos).

Me temo que otra vez dejamos en la banca a los mejores jugadores, y esta vez (...) nos estamos jugando la vida.

Si la calidad de vida en países como Alemania, Suecia o Finlandia es tan alta es justamente porque el Estado garantiza un acceso equitativo a las oportunidades: educación pública y gratuita, espacios públicos funcionales, apoyo financiero y logístico para soportar y salir del desempleo, bonos mensuales para las familias con hijos (asegurándose con ello de que a los niños no les falte ropa, comida ni opciones de entretenimiento). Sí, regalado. Sí, para todos. ¿Por qué? Porque un país donde hay un puñado de niños felices y prósperos mientras la mayoría malvive sin oportunidades está destinado al fracaso y la violencia. Un país donde hay niños que viven en un estado tal de vulnerabilidad que terminan reclutados por grupos criminales o víctimas del tráfico sexual, un hogar del cual los niños tienen que huir por caminos inciertos y peligrosos para buscar oportunidades en el extranjero, esa nación debe urgentemente replantearse sus decisiones y buscar un nuevo liderazgo. Lamentablemente, las dos opciones entre las que se debate el Ecuador me parecen fórmulas destinadas al fracaso. Quizá falló nuestra educación y por eso nos dejamos manipular desde el espejismo de la ideología. No nos engañemos: no se trata de izquierdas ni derechas, es cuestión de inteligencia, estrategia, honestidad y una mirada política realista y humanista ante la situación desesperada de un país donde los niños están sufriendo. Me deprime escuchar las sandeces que dicen los candidatos a la Presidencia y Vicepresidencia del Ecuador. Ambos bandos, por igual. Me temo que otra vez dejamos en la banca a los mejores jugadores, y esta vez no nos jugamos la clasificación a un Mundial: nos estamos jugando la vida. (O)