Aunque tienen razón quienes sostienen que los ecuatorianos no somos capaces de ponernos de acuerdo en los temas de importancia, se les olvida que en momentos de crisis de manera casi unánime clamamos por una asamblea constituyente. Ahora mismo, cuando es incierto el futuro del Gobierno y de la Asamblea, en todos los tonos ya se oyen esas voces. La reforma de la Constitución o, mejor, su reemplazo por una nueva, pondría todo en su lugar, haría realidad las utopías –del buen vivir o del libertarismo, dependiendo de dónde venga la propuesta– y nos convertiría en seres responsables y respetuosos de las leyes.

Una veintena de constituciones e incontables pasos al borde del precipicio deberían ser suficientes evidencias de la debilidad de esa propuesta heredada del viejo institucionalismo. Es innegable que las normas y las instituciones moldean y regulan las acciones de las personas, pero lo hacen solo cuando estas últimas están dispuestas a reconocerlas como legítimas, a respetarlas, aunque no las compartan plenamente. Vale decir, cuando deciden que vivir dentro de un orden compartido es la opción frente al caos e incertidumbre.

Democracia sin República

Las debilidades de la democracia

Se dirá que precisamente la Constitución es la expresión de ese acuerdo, al que pomposamente se identifica como el contrato social. Sí, así debería ser, pero para ello debe entenderse que la voluntad general es más que la suma de las voluntades grupales. Nuestra propia experiencia nos demuestra lo lejos que hemos estado siempre de encontrarla. La elaboración de constituciones que resultan del triunfo –armado o electoral– de una tendencia ha sido un obstáculo de peso. La ceguera que nos impide reconocer las brechas económicas, sociales, étnicas, de género y regionales que nos separan cotidianamente, está en el trasfondo de esa imposibilidad. El resultado lo vemos en la política hecha desde parcelas minúsculas que buscan imponerse sobre las otras sin asumir que unas y otras son parte de un todo que está por construir.

Situaciones como la que estamos viviendo son el caldo de cultivo para las propuestas refundadoras.

A quienes apuntan al ámbito constitucional como el espacio en que puede resolverse el problema cabría no solo recomendarles que revisen la historia, sino también preguntarles cuáles son las propuestas de cada uno de ellos y de sus partidos acerca de las realidades de los grupos a los que ellos no pertenecen. Sin duda, las respuestas serían tan vacías y torpes como los saludos que escuchamos por el Día de la Mujer o como el mandar a los indígenas al páramo. Basta revisar la conformación de los partidos y movimientos políticos para comprobar que son absoluta minoría los que incorporan las diversidades en sus idearios y en sus líneas de acción. En el fondo, no nos reconocemos como lo que somos. Cada uno busca expulsar lo distinto, como dice Byung Chul Han, pero nosotros no lo hacemos por la individualización que produce la sociedad hiperconectada, sino porque arrastramos el peso de nuestra propia historia.

Situaciones como la que estamos viviendo son el caldo de cultivo para las propuestas refundadoras. También son las oportunidades para los discursos de mano dura. No hay que olvidar que los prohombres de la patria fueron dueños del látigo y de las constituciones hechas a su medida. Ante la ausencia de acuerdos sociales, la propia sociedad aplaude el orden impuesto verticalmente. Un orden ajeno. (O)