Una simple lectura del acta proclamada ese día nos revela que la palabra independencia no está presente en ninguna parte, que más bien se le jura lealtad al rey Fernando VII. El acta era una defensa del orden constituido, algo que sucedió en ambos lados del Atlántico ante la invasión y usurpación de poder cometida por Napoleón Bonaparte en Bayona, forzando la abdicación del rey y poniendo en su lugar a su hermano, José I.
Como explico en mi libro En busca de la libertad: vida y obra de los próceres liberales de Iberoamérica (Planeta, 2025), muchos próceres de las naciones que resultarían de las guerras civiles anteriores a las independencias buscaban autonomía dentro del Imperio español, no independencia. Entre estos se encuentran dos de nuestros próceres, quienes no se unieron a la proclama del 10 de agosto: José Joaquín de Olmedo y Vicente Rocafuerte. Ambos pensaban que todavía era posible restringir el poder de la monarquía mediante reglas constitucionales. Uno de los primeros próceres en abandonar esperanzas en torno a esta opción fue Francisco de Miranda, quien lideró, este sí, el primer grito de independencia en la región: la declaración de la independencia de Venezuela, el 5 de julio de 1811.
Olmedo se mantuvo fiel a la monarquía por lo menos hasta 1817, pero desde mucho antes albergaba la noción liberal de que el imperio de la ley es un requisito indispensable para que se respeten los derechos individuales.
Recién el 9 de octubre de 1820 se da una declaración de independencia en el territorio que hoy conocemos como Ecuador y tampoco allí nació nuestro país, porque lo que se creó fue la Provincia Libre de Guayaquil, desde la cual Olmedo lideraría la gestión de recursos para la División Protectora de Quito que lograría una victoria importante en la batalla de Cone en agosto de 1821. Esa victoria le permitió a Guayaquil hacerse con las salinas de la costa, recurso con el que Olmedo decidió financiar a la tropa colombiana durante el resto de la guerra para liberar a Quito, objetivo que se logró el 24 de mayo de 1822. Por ende, si queremos conmemorar la primera proclamación de independencia en nuestro territorio, la fecha es otra: el 9 de octubre de 1820, cuando se inició el camino hacia el 24 de mayo de 1822.
Este feriado deberíamos celebrar una tradición liberal que se originó en la Escuela de Salamanca con el jesuita Francisco Suárez, cuyo pacto suareciano se encuentra cristalizado en las proclamaciones en defensa del rey Fernando VII que se empezaron a dar en los territorios en ambos lados del Atlántico de la monarquía. El historiador Carlos Stoetzer lo explica así: “Como el soberano era un prisionero de los franceses y de ese modo estaba incapacitado para ejercer el poder que el pueblo le había transferido, la autoridad volvía a la fuente popular, y el pueblo estaba justificado en asumir la autoridad civil hasta el regreso del rey o encontrar una solución constitucional como solución permanente a la crisis monárquica”. Por esta razón, los revolucionarios de 1808-1810 establecieron cabildos como representantes del pueblo, para defender el orden constituido ante una invasión extranjera, y es impresionante que, en lugares tan lejanos entre sí, coincidieran tanto las ideas de esas proclamaciones. (O)