Pocos monosílabos tienen tanta fuerza como la que expresa un ¡NO! dicho a todo pulmón. Aunque se pueda sostener que lo mismo ocurre con su contrario, el sí, hay que reconocer que este no lleva siempre la carga y la fuerza que tiene aquel. Puede parecer contradictorio, pero en la mayoría de las ocasiones el no constituye una afirmación de la personalidad individual o colectiva. Lo es, sobre todo, cuando constituye una respuesta a una persona, a un grupo o a una propuesta que aparecía como invencible.
Si para quien lo pronuncia un no es una señal de afirmación en el rechazo (disculpen el oxímoron, pero es la realidad), para quien lo recibe es tremendamente doloroso. Pero, al mismo tiempo, si esta persona sabe interpretar la realidad, es una excelente oportunidad para que revise su posición. Argumentar que esa negativa proviene de la ignorancia o de cálculos equivocados es la mejor vía para continuar en el mismo camino equivocado, lo que inevitablemente le llevará a seguir cosechando rechazos y negativas.
En esta ocasión el NO vino desde una ciudadanía que tuvo muchos motivos para pronunciarlo a gritos. Sí, a gritos, porque 60 a 40, en términos de votos, constituye un ruido demasiado fuerte como para no escucharlo o, peor que eso, para ignorarlo. Los motivos que tuvo la ciudadanía ecuatoriana para votar mayoritariamente de esa manera han sido suficientemente destacados a lo largo de la semana pasada por quienes analizan la política como un enfrentamiento de posiciones y estrategias, y no como la plastilina que se moldea con técnicas de comunicación. A esos motivos, referidos principalmente a las vicisitudes de la campaña (como las declaraciones imprudentes del presidente y varios ministros), cabe añadir dos de más largo alcance. El primero es la ineficacia en la lucha contra la inseguridad. El segundo es la ausencia de certezas en la orientación del Gobierno.
Ambos motivos fueron los elementos centrales, el telón de fondo del escenario en que se desarrolló la consulta. Estaban a la vista de toda la población, porque son la realidad de su día a día. La inseguridad como primerísima preocupación no ha podido ser controlada, ni siquiera mitigada a pesar de las vestimentas seudomilitares de los ministros y del mismo presidente y de las machaconas piezas publicitarias presentadas como noticias propias de las radios. El número de muertes violentas y de todas las modalidades de delitos desdice toda la propaganda. Claramente, no hay una política de seguridad.
En el otro aspecto, el de la orientación del Gobierno, la confusión (o, más bien, el vacío) es mayor. Hay ausencia total de políticas básicas en salud, en educación, en seguridad social y en infraestructura, que son las que requiere la población para vivir una vida digna. Decir políticas significa aludir a visión estratégica, a horizonte de largo alcance, no a bonos y beneficios que se entregan en visitas “a territorio”.
El mensaje del NO es demasiado fuerte. Ignorarlo o responderlo con la prepotencia demostrada puede traer consecuencias funestas. Será gravísimo que siga con aquella bravata infantil que se niega a aceptar la realidad reivindicando una superioridad que solo existe en su cabeza y en la sumisión de su círculo rojo. Si, será gravísimo para el Gobierno y sobre todo para el país. (O)










