La salida de Marcela Aguiñaga de las filas correístas es una muestra de un problema que puede afectar fuertemente a ese membrete llamado Revolución Ciudadana. Como quedó en evidencia en el video que difundió, ella no rompió con una estructura constituida, que cuente con procedimientos establecidos y democracia interna; lo que mínimamente debe caracterizar a un partido político. La ruptura fue el resultado de las discrepancias personales, expuestas en el cruce de mensajes en las redes con el propietario de esas siglas (no por casualidad coinciden con su nombre). La sangre llegó al río cuando ella afirmó que el tiempo de aquel personaje ya había pasado. Eran palabras sacrílegas que el aludido no podía dejarlas sin castigo.
Todo eso no pasaría de ser un culebrón propio de un grupo de hombres y mujeres que se hipotecaron a un macho alfa que les convenció de que los guiaría en el camino hacia el paraíso, pero las consecuencias pueden ir mucho más allá. En primer lugar, es muy probable que sea el fin del avance que tuvo el correísmo en Guayas y en Guayaquil, donde captó las bases de su gemelo PSC. No es aventurado suponer que podría producirse la reelección de la dupla Aguiñaga-Álvarez sin la bendición del dueño de la marca. La prefecta está liberada y eso le abre un campo muy amplio para integrarse bajo alguna sigla, que incluso puede ser la propia del alcalde. De todas maneras, falta mucho tiempo para la elección y todo lo que se diga hoy es casi exclusivamente especulación.
Pero, en segundo lugar y más allá de las particularidades de este caso, algo que no es producto de la especulación, sino de la evidencia, es que la situación vivida en las filas correístas expresa muy bien la realidad de la totalidad de las corrientes políticas ecuatorianas. Ninguna de estas llega a ser una organización medianamente institucionalizada, que pueda llamarse movimiento y mucho menos partido. Ninguna tiene una militancia activa, organizada en comités, células o secciones. Ninguna utiliza la elección interna para decidir quiénes serán sus dirigentes, menos aún para seleccionar a sus candidatos. Ninguna tiene programas permanentes de capacitación para formar a su potencial militancia. En esas condiciones resulta obvio que ninguna practique la democracia interna para definir su rumbo y para expresar y procesar las discrepancias que siempre deben existir.
La azarosa historia de las decenas de siglas que han competido en elecciones nos ofrece un panorama muy similar al que ha vivido el correísmo en estas semanas. Prácticamente todas ellas han dependido de un liderazgo fuerte e inapelable que ha impedido la consolidación de una organización, vale decir la institucionalización como partido. En un momento se pensó que el PSC había escapado de esa maldición, pero lo que se vio fue la transferencia de un liderazgo nacional a uno provincial (o, más precisamente local), hasta casi desaparecer como opción electoral. La ID y DP, que nacieron con voluntad de partidos ideológicos y contaban con cuadros sólidamente formados, tampoco evitaron ese destino.
En esas condiciones, la política nacional se enmarca en una lógica que tiene título de bolero: ni contigo, ni sin ti. Se balancea entre el lastre que constituye la presencia desgastada del dueño de la tienda y el vacío de no contar con esta. (O)










