Llega el día en que nos encontramos con nuestro reflejo huyendo apresurado de un espejo al paso incontenible del tiempo, una visión fugaz y fulminante que nos obliga a confesarnos la verdad: cada vez nos parecemos más a nuestras madres. El acordeón del tiempo se pliega y nos impone el ritmo de la nostalgia. Permanece aún la mirada vulnerable de la niña que fuimos, pero ahora en ese rostro, ese cabello, ese cuerpo y esa voz que creíamos nuestros está cada vez más ella. Ecos de la madre que fue resuenan en la madre que soy. Ahora soy yo la que pierde el control y de cuyos labios escapan palabras que jamás deberían haber visto la luz; ahora soy yo la que hago, deshago y decido ante la mirada indefensa de mis hijas. Pero somos también nosotras quienes acarician, ríen y juegan, quienes acompañan y aconsejan, alimentan y organizan la vida de nuestras criaturas.

Historias de Madres

Ese momento de ternura y horror en que por primera vez nos quedamos solas con la hija en brazos y nos decimos: la vida de este ser depende de mí. El peso, el gozo de esa responsabilidad, el privilegio, el desafío. Las madres observamos el mundo con otros ojos, pero también el mundo nos mira: con admiración o compasión, incluso con desprecio o indiferencia. Una sociedad que no protege, que no prioriza a las madres está destinada al fracaso: una madre que sufre, constantemente abrumada por obstáculos y carencias no será (no romanticemos) una santa sacrificada; será una mujer traumatizada que criará hijos marcados por el dolor.

Los hijos nos miran. Su mirada nos sigue mientras lloramos y reímos; somos el cristal a través del cual observan el mundo. Si nos ven atemorizadas, sienten miedo, maman nuestra tristeza y alegría. Irán por la vida y un día se encontrarán repitiendo las palabras que nos oyeron decir, imitando los gestos con que los hicimos sentirse amados y despreciados. Todos nuestros errores se imprimen en sus vidas con tinta indeleble. Existe el perdón, pero no el olvido.

Mujer y madre

Pachamama humana

La maternidad es una montaña rusa donde un día te explota el corazón de alegría y ternura, y al siguiente te oprime la culpa, el temor de la pérdida; es una aventura donde nos encontramos a un tiempo en la cima y el abismo. Pero existen oasis de puro y despreocupado gozo (recostada con una hija en cada brazo mirando desde la cama blanda y blanca la luna reinando en el cielo), esas memorias donde nos refugiamos las madres cada vez que la vida amenaza con vencernos. Nos habita un registro de olores, texturas, lugares, palabras, juegos, canciones y momentos bellos, cómicos y extraños, instantes que transmitimos a nuestros hijos para asegurarnos así la permanencia del recuerdo. Así los creamos y criamos, así vamos tejiendo esa red que es la más importante de nuestras vidas, ese lazo que sigue el rastro de aquel cordón umbilical que jamás desaparecerá: un vínculo de ternuras, historias y aventuras compartidas, pero también de conflictos sin resolver. Pasan los años y mi madre está muy lejos; el cordón umbilical que nos une tiene demasiados nudos. Me miro al espejo y cada vez me veo más parecida a ella. Me digo: soy madre, pero también: soy mi madre. Cuánto desearía entonces sonreír. (O)