La semana pasada, en la primera parte de este artículo, di cuenta de la Convención Preparatoria, en Lima, del Congreso Internacional de la Lengua Española. Quiero ahora referirme brevemente el Congreso en sí mismo, que se realizó en Arequipa entre el 14 y el 17 de octubre, y que convocó a más de doscientos cincuenta ponentes de varios países en decenas de mesas. Arequipa estuvo a la altura de las circunstancias, con un centro histórico capaz de acoger al público en sus casonas y edificios centenarios dedicados a la cultura, desde el Teatro Municipal a distintos centros culturales que revelan a una ciudad que ha sabido cuidar su patrimonio histórico y renovarlo. Bastaría empezar por su Plaza de Armas, que respeta, por sus cuatro flancos, las armonías estilísticas de época, junto a la imponente catedral varias veces reconstruida por un historial cruento de terremotos y destrucción. Gracias a la impronta de Mario Vargas Llosa, nacido en Arequipa, aunque vivió allí solamente unos pocos años de infancia, el Congreso fue acogido en la ciudad al pie de Misti. Lamentablemente, la muerte del novelista no permitió que estuviera físicamente presente, aunque sí lo estuvo en su impronta, en sus libros y en tantos homenajes que se le rindieron, como el Diccionario Mario Vargas Llosa, editado por el Instituto Cervantes, y que reunió a decenas de autores definiendo una palabra del mundo del novelista. A mí me correspondió la palabra “Diálogo”, que me permitió analizar brevemente sus distintos alcances. Por un lado, el simbólico, dada la gran capacidad de Vargas Llosa de tender puentes y dar voces a personajes de distintos ámbitos y estratos sociales. Por otro, desde el punto del oficio narrativo, por la manera en la que el diálogo es decisivo en sus novelas, particularmente en Conversación en La Catedral, donde el verbo “decir” opera como una suerte de bisagra entre los personajes en distintos tiempos. Aproximadamente 2800 veces se utiliza ese verbo conjugado en pasado, “dijo”, y en presente, “dice”, en la conversación eje entre Santiago Zavala y Ambrosio en el bar La Catedral, que desata la retrospección de toda la novela.

Pero Perú, señalé en mi ponencia en una de las mesas, es también el país de César Vallejo –de quien se lanzó la obra completa en la colección de la Real Academia (Perú es uno de los pocos países que tiene tres escritores en esa colección: Arguedas, Vargas Llosa y ahora Vallejo)– y es también el país de otros poetas como Martín Adán, Carlos Germán Belli, Eielson, Blanca Varela, Antonio Cisneros, Watanabe y Mario Montalbetti. Aquí me detuve. Montalbetti además de poeta es un lingüista, con estudios en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, bajo la dirección de Noam Chomsky. Además de su destacada obra poética está realizando una amplia reflexión sobre el lenguaje y la poesía, donde, por los bordes, ha planteado una crítica a la novela en la actualidad. Venía bien en un Congreso que tuvo como eje el concepto del lenguaje claro y la impronta del gran novelista peruano, hablar de espesor y oscuridad en el lenguaje, de su condición problemática desde la literatura y de la crítica a la novela que realiza Montalbetti, provechosa al género, porque lo refuerza. Las razones de su postura son complejas, en algunas no falta razón –una cierta frivolidad de las novelas, un descuido en la riqueza del lenguaje, una simplificación autobiográfica– pero sobre todo por una inherente preocupación a la poesía, que no está atada ni condicionada al significado, la referencia y la visibilidad mimética. Es bueno que en el lenguaje haya reservas de oscuridad necesaria. Pero esa misma crítica advierte que aunque la novela pueda y necesite de la claridad, eso no significa que ella no esté embebida de complejidad. Siempre hay que tener presente que lo que a veces se ha escrito de manera oscura no necesariamente comunica complejidad, sino todo lo contrario, transmite confusión y no despierta ningún entusiasmo en el lector.

Cuando en la segunda parte del Quijote se menciona que una de las tachas o críticas que recibió la primera parte fue el relato del curioso impertinente, el mismo don Quijote afirma que el autor no fue sabio y que su historia, “tendrá necesidad de comento para entenderla”. Esta alusión a la oscuridad del estilo culterano, que requería un comentario para su comprensión, la rebate de inmediato el bachiller Sansón Carrasco al sostener que no necesita comentario, porque “es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: «Allí va Rocinante»”. Esta capacidad para ver aquello que se ha escrito, la visibilidad del mundo real, ciertamente es una de las virtudes de la novela. Pero no debe ser la única. Creo que aquí es a donde Montalbetti dirige su crítica, dirigida hacia novelas que se supeditan a solo querer transmitir y recrear una realidad visible, copiándola o sometiéndose a ella en planos obvios, olvidando la posibilidad de lo complejo. El mismo Montalbetti rescata una novela como Moby Dick, de Herman Melville, tan clara que a veces aparece en colecciones de lecturas juveniles, pero que es, al mismo tiempo, compleja, cargada de enigmas y de una turbadora oscuridad. Pero incluso un novelista de lo visible como Mario Vargas Llosa, logra la complejidad de Conversación en La Catedral por esa diáfana bisagra verbal del diálogo, precisamente ubicado, sobre el que pivotan tiempo y espacio trazando un arco de décadas.

Son muchos los elementos en juego para la defensa del lenguaje claro, accesible y complejo en las novelas: su lectura masiva, su enseñanza, su edición, y las maneras de acercarse a ellas y comprender que claridad y complejidad no están reñidas, bastaría mencionar a Kafka, a Robert Walser, y de manera especial a María Zambrano, que prefería la penumbra al deslumbramiento de la luz. (O)