Irene Vallejo es una de esas autoras que iluminan e inspiran, ya sea a la hora de pensar la política, el amor, las palabras, la historia o todo a la vez, lo cual, bien mirado, es justamente la forma de la vida: una sopa cuyos ingredientes flotan en el mismo caldo interactuando, disolviéndose, manteniendo a duras penas sus límites. En una de sus columnas, la escritora española reflexiona sobre un hecho tan simple como extraordinario: el hecho de que cuando se termina una relación, cuando personas que han estado estrechamente unidas se desvinculan, muere también un dialecto: ese lenguaje único y propio tejido en la intimidad del amor y que se silencia al romperse los lazos. ¿A quién sino podremos irle con todas esas palabras inventadas, amoldadas, robadas a textos y contextos para dedicárselas exclusivamente a ese otro? ¿Quién sino esa persona comprenderá esos códigos y referencias por los cuales bastaba una palabra para evocar memorias, risas, lágrimas, experiencias compartidas?

Cumbia amazónica

Las relaciones con las personas amadas, ya sea una hija, un amante, una amiga, se tejen con los hilos más finos y los diseños más intrincados de los que es capaz la imaginación humana. Se tejen con determinación, intuición e ilusión pero también con vulnerabilidad. Toda relación humana de complicidad (el amor, la gran amistad, la maternidad) es un salto al vacío con la esperanza de que la tela que nos une sea mágicamente fuerte: capaz de sostener incluso el peso de nuestra soledad.

Tierno, infantil, irreverente, sin sentido de edad ni realidad, el lenguaje del amor es quizá la faceta humana más libre y bella. Es allí, en la expresión física y lingüística del amor donde alcanzamos nuestra forma más lograda. Es en ese lenguaje donde dejamos de ser procreadores y nos convertimos en creadores, transformamos la supervivencia en experiencia, lo ordinario en extraordinario, lo efímero en memoria: “...y te quiero tanto, Rocamadour, bebé Rocamadour, dientecito de ajo, te quiero tanto, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete…” le escribe la Maga a su hijo en esa maravilla de juego literario que nos regalara Julio Cortázar: su “Rayuela”.

Disidencia

Bichito, cucharita, magnolia de los mármoles helados, cuycito, cielo mío, río de miel dorada, rapónchigo, alma de gacela, morena de altas torres: infinitas son las formas en que se bautizan los amantes en la vida y en el arte. Nombres que no nacieron para ser dichos en alta voz ni arrancados al poema sino palabras para ser susurradas al oído, para reírse un poco de esas cosas que solemos tomarnos tan en serio y que tanto nos pesan, palabras cómplices para liberarse, palabras juguetonas y tiernas, como lo somos los seres humanos cuando estamos felices.

El dialecto del amor es lo opuesto al lenguaje de odio de la política actual que engaña, divide y fanatiza, palabras que buscan anular no solo la comprensión, el conocimiento y la reflexión, sino incluso, y esto es lo más perverso, la capacidad de sentir, empatizar y amar. Es el dialecto de los “hombres duros”, una farsa del éxito y el poder, la fanfarronería de quien reprime la vulnerabilidad y la ternura, los dos rostros más bellos de la humanidad. (O)