El moralismo ante la lectura, y específicamente ante la literatura, tiene varios rostros que repiten la misma mueca: la censura. Van desde las clásicas prohibiciones de la Iglesia católica en su Índice de libros prohibidos, tan venido a menos, a la Bücherverbrennungen, la quema de libros del 10 de mayo de 1933 realizado por los nazis, donde fueron a la hoguera miles de libros de autores entre los que estaban Nelly Sachs, Anna Seghers, Thomas Mann, Kafka, Robert Musil, Ödön von Horváth y decenas más, quema fustigada por el panfleto de “las doce tesis contra el espíritu antialemán”, en la que la sexta tesis reza: “no queremos para los estudiantes lugares de la irreflexión, sino de la disciplina y de la educación política”. La variante actual es el puritanismo woke que “cancela” libros y autores. Vienen cortados por el mismo patrón pero con diferentes discursos y pretextos, sacudidos a veces por llantos adecuados en rostros que no suelen llorar salvo en el momento más visible, y buscado, para su victimismo. El enemigo escondido en esos libros es el goce de la lectura, o la tan temida dimensión estética que parece volver irresponsables o irreflexivos –en realidad, indomesticables– a los lectores frente a las injusticias del mundo. Sorprende esa concentración de compromiso y responsabilidad social frente al acto libre de la lectura, abreviada a veces a una media hora o máximo dos horas al día, como si no hubiera más horas disponibles para el civismo, el altruismo o acción social. Lo quieren todo.

El capítulo más reciente de censura anticipatoria saltó en México hace unos días gracias a un artículo de Malva Flores, poeta, ensayista y editora de poesía de la revista Letras Libres, cuando dio cuenta del discurso de un funcionario mexicano, Marx Arriaga, director de Materiales Educativos de la Secretaría de Educación Pública del gobierno de López Obrador, un episodio más del oportunismo populista de izquierda, que Ecuador vivió durante casi dos décadas con el correísmo. Este discurso se realizó el 28 de julio en la Escuela Normal de San Felipe del Progreso, titulado “La Formación de docentes lectores en la Escuela Normal”. Malva Flores señalaba lo central en el título de su artículo: “Pequeño aprendiz de comisario”. De esto precisamente se trata, de los recurrentes aprendices de comisario que la literatura está acostumbrada a resistir desde hace siglos. Arriaga se quejó después que los medios de comunicación habían tergiversado su discurso diciendo que había afirmado que “leer por goce es un acto de consumo capitalista”, así que difundió su discurso en twitter. Lo leí íntegro. Me encontré con algo peor: un dedicado funcionario cumpliendo propaganda del gobierno de López Obrador, con ciertas observaciones que parecen verdades, cuando afirma que “en las últimas décadas, con la explosión de los modelos de consumo, la lectura tuvo que competir con productos destinados, exclusivamente, al placer”. Sorprende que este doctor en filología hispánica por la Universidad Complutense de Madrid haya olvidado lo que seguramente debió estudiar sobre la literatura del Siglo de Oro español, donde abundaron novelas que tenían como propósito el placer, que se escaparon de la función edificante y de la académica, empezando por el Quijote, y que tanto irritaba a los comisarios respectivos de entonces y a los de los siglos posteriores, sobre todo el siglo XIX. Añade que esa concepción de la lectura deja a un lado “los conflictos, la reflexión del entorno, la contemplación del mundo y el análisis ontológico del ser, desaparecen o al menos se subordinan en favor de la idea de leer como un acto maravilloso que provoca viajes a otros mundos llenos de felicidad en donde la lectura funciona como un sedante que alivia el dolor de las personas”. No sé qué ha leído. Ni siquiera los cuentos de los hermanos Grimm dejan de tener una crítica social indirecta. Parecería que las novelas o la lectura gozosa fueran una media pastilla de LSD para viajes alucinógenos, olvidando que la gran literatura de placer, como las novelas, están plagadas de muerte, violencia, soledad, desarraigo y desventuras, que precisamente son las que desatan la narración, agudizan la conciencia de los problemas, regulan formas de expiación y, como siempre, cuando son verdaderamente grandes, es decir, cuando cultivan un lenguaje original, concluyen en una catarsis. El discurso del comisario mexicano llega a su propósito cuando dice que la lectura es “una acción comunitaria” donde “se concretan los temas relevantes que deben ser desarrollados, generando una reflexión que tienen como meta la transformación de la realidad”. Este “deber ser” justificará todos los medios. Y remata: “no se trata de leer por leer, sino asumiendo que el acto de lectura es un compromiso y genera un vínculo con el texto y el autor”. No dudo que no haya vínculo, aunque no necesariamente de dependencia y homologación, puede ser crítico y de discrepancia, sin recurrir a la censura y cancelación.

¿Por qué ese temor de lo estético, esa palabra compleja para dar proyección a lo que se denominaría goce? ¿Por qué no reservar ese resto del día a una lectura absolutamente libre? ¿Por qué estos comisarios de la lectura, el compromiso, la militancia y el activismo que solo toleran libros y obras artísticas que responden a sus políticas redentoras por las que se imaginan misioneros de la libertad, de la verdad, de los derechos humanos y la emancipación, y en su gran mayoría ocultan o disimulan la ausencia de un talento que no tienen ni tendrán nunca, pero que les sirve de pretexto perfecto para justificar mediocridades que cumplen sus consignas? Los libros, los grandes libros, no son fáciles, ni solo placenteros, suelen ser turbios y altamente problemáticos porque no enarbolan una verdad, sino varias y hasta contradictorias. Empezando por los grandes clásicos frente a los que los comisarios dan piruetas de interpretación porque no pueden contra su fuerza estética, y podríamos remitirnos incluso a libros canónicos como las lamentaciones de Job, Las confesiones de San Agustín y la Comedia de Dante. Paciencia: las lecturas condenadas suelen ser, a fin de cuentas, las provechosas. (O)