Veintiún puntos en siete días. O lo que es igual, tres puntos diarios. O casi trescientos mil votantes adheridos por día en esa semana crucial. Esos son datos del fenómeno electoral que acabamos de vivir los ecuatorianos al abrirse las urnas que el 20 de agosto reciente recogieron las decisiones de ciudadanos afectados por la inseguridad, falta de oportunidades laborales, escaso bienestar familiar y, como consecuencia de todo eso, el desencanto profundo.

Me refiero a la escalada casi vertical que tuvo el segundo finalista de la contienda, Daniel Noboa, en esa semana crucial en la que se decidieron hasta la noche previa al voto un cuarto de los que estaban habilitados para hacerlo y que lo hicieron en buena medida por esa opción que no aparecía con claridad en las alicaídas encuestas tradicionales que por mantener esquemas ya ampliamente superados por la tecnología, y algunas sin siquiera hacer las combinaciones básicas de herramientas, han perdido casi total valor al comparar con los resultados finales.

Lo que afecta estas mediciones, al igual que a buena parte de la sociedad, es el estado de incertidumbre casi total en el que se encuentra nuestra sociedad. Con anuncios de estados de excepción a los que casi enseguida los acompañan desafiantes balaceras y sicariatos, en las narices mismas de quienes los anuncian; con despidos por doquier ante el cierre de negocios que no quieren pagar vacunas, o el achique de empresas que, por la misma situación social, han dejado de vender lo pensado; con la carencia de atención estatal en situaciones tan elementales como el bacheo de calles.

Surge entonces el candidato aparentemente pequeño, de menos ruido y discurso pausado, que transmite una calma que parecía incompatible con el momento de profunda inseguridad, pero que conectó con los jóvenes y con aquellos indecisos que quieren soluciones, pero por lo que se ve, no las quiere a sangre y fuego, ni pagando con vidas los “daños colaterales” que deja el intento de apagar el fuego con gasolina. Y frente a esta opción elegida, la ganadora de esta primera etapa, la candidata Luisa González, que lleva la bandera del correísmo, y mantuvo los discursos sembrados hace ya algunos años de que “ya lo hicimos” y “antes estábamos mejor”, que le han servido para hacer impenetrable ese 32 % del electorado que se ratifica como su voto duro, y al que por segunda vez consecutiva se le presenta el reto de crecer hasta por encima del 50 %, para terminar triunfadores.

Que el crimen horrendo de Fernando Villavicencio movió bruscamente el tablero electoral, no tengo dudas. Imposible que un execrable hecho como ese no deje consecuencias, que en esta ocasión al contrario de lo que se podía pensar, no sirvieron solo para impulsar el discurso represivo de otro candidato que remontó mucho también, sino que parecería haber activado fuertemente las ansias de paz que estuvieron detrás del voto que respaldó el discurso menos radical.

Si algo han dejado clarísimo las elecciones recientes es que el votante cambió, su forma de decidir no se puede medir como se lo ha hecho hasta ahora, y que el relevo político parece haberse iniciado sólidamente. (O)