Estas últimas semanas, nuestro país ha estado en una montaña rusa de emociones: cayó alias Fito y lo extraditaron a los Estados Unidos, pese a que muchos abogados opinólogos de TikTok se rasgaron las vestiduras diciendo que solo era un sueño pasional del Gobierno; vimos a un convicto ser recibido en el mismo lugar donde se debería construir historia, para las confesiones de cómo le duele la traición de sus compinches, portando con orgullo que su cabeza tenga precio.
Unos días más tarde, un policía que dos días antes era un héroe se convertía en el verdugo de la víctima que rescató.
Apenas unas cuantas horas después, un juez de tribunales sería acusado también de violación y de difundir los videos de sus atrocidades entre sus amigos de parranda.
¿Y sabe algo, querido amigo lector? Ya no me puedo preguntar en qué momento ocurrió todo esto, porque el aletargamiento de una sociedad sumisa a las redes sociales ha construido este tiempo de barbarie, donde, cuando pensamos que habíamos tocado fondo con jueces presos, redes de corrupción al descubierto, economías criminales campantes y un Estado sobrepasado, nos damos cuenta de que no solo tocamos fondo, sino que, como sociedad, nos revolcamos y hasta nos regocijamos en nuestra propia miseria.
Nos quejamos y desconfiamos del sistema por su corrupción, pero pasamos un cariñito detrás de la licencia de conducir cuando, por vivos, nos pasamos el rojo del semáforo y un agente de tránsito nos paró, esperando con fe que tenga hambre y no dignidad.
Ni siquiera nos inmutamos con las declaraciones y el recibimiento, en la cuna de nuestros derechos, a un “joven empresario” y delincuente sentenciado que exigió –con las agallas de un valiente ciudadano pero con la calidad moral de una bacteria– que lo reciba la comisión, para irles a decir que ahora sí quiere contar, que ahora no se va a callar, que va a darles la historia completa de cómo se llevaron el país pedazo por pedazo. Como quien dice que la Fiscalía no sirvió en su capacidad operativa y que, ahora que su cabeza, orgullosamente, tiene precio, si se muere, se los va llevando con él. Y así ocupó las portadas de los diarios, escandalizó las redes, pero aclaró el día, y un nuevo escándalo ocupó nuestra mente.
Y tal vez ya me haya leído antes, querido amigo, señalando por dónde sangra nuestra sociedad. Pero esta vez le vengo a recordar que el abismo donde estamos es profundo, es inmundo, es sórdido y es nuestro.
Es el resultado de nuestra indiferencia, de nuestra comodidad digital, de ese morbo de disfrutar de la desgracia ajena, hasta que se nos borra la sonrisa cuando la desgracia golpea nuestra puerta.
Que estas palabras no sean solo un lamento más. Que sean un espejo que queme. Que incomoden. Que nos obliguen a aceptar que el país se nos desangra en las manos mientras seguimos scrolleando (deslizando una pantalla de computadora o teléfono). Porque, si no reaccionamos, lo que hoy duele mañana será costumbre. Y entonces, sí: ya no habrá palabras suficientes para confesar tanto dolor. (O)