Una de las preguntas centrales que nos hacemos los habitantes del planeta es si, en algún instante de nuestra historia, hemos sabido vivir sin crisis, sin confrontaciones, sin mirarnos como enemigos. Hoy, dicho cuestionamiento está más vigente que nunca.

La historia de la humanidad nos demuestra que las sociedades exitosas son aquellas que han aprendido a superar sus diferencias y buscar caminos de colaboración para construir un mejor mañana. Pero, ¿qué pasa con las sociedades que, por diversas razones, viven encantadaos en el lodazal de la rencilla y la preponderancia del odio? ¿Podremos superar las causas de nuestras desencuentros o debemos aprender a convivir en esta perpetua lucha con nuestros adversarios, reales o imaginarios?

Parece que la crisis constituye un imperativo permanente de nuestra existencia como ecuatorianos. Lo he manifestado en varias de mis columnas de opinión: no logramos superar nuestras diferencias ni encontrar acuerdos mínimos de convivencia porque carecemos de la capacidad, la visión y la experiencia para mirar las raíces que generan nuestros problemas. Incapaces de encontrar acuerdos, terminamos confrontándonos en una lucha de contradicciones.

Hemos vivido una historia tumultuosa de rencillas que nos han forjado como un pueblo que prefiere enfrentarse, en lugar de entenderse. La historia ecuatoriana y latinoamericana está plagada de violencia, de golpes de Estado, de injerencia extranjera, de doctrinas de dependencia y de la constante creencia de que nuestros problemas los resolverán otros.

El profesor Roger Fisher, con quien estudié en la Universidad de Harvard, sostenía que la polarización de las posiciones impide arribar a una negociación mutuamente beneficiosa para las partes. Toda negociación fracasa cuando las partes imponen soluciones insostenibles, que tienen la intención no llegar a un acuerdo. Esta constante frustración trae desconfianza, odio, violencia, guerras civiles, sangre, destrucción y muerte.

Quizás, como sostiene Ezra Klein, columnista de The New York Times, en su libro Por qué estamos polarizados, es necesario reformar el sistema político para que funcione, precisamente, en un mundo polarizado.

Es cierto que no solo la sociedad ecuatoriana está polarizada, sino que vivimos en una era de desencuentros globales, en la que los valores han sido trastrocados por los intereses y afloran nuevos mecanismos del uso o amenaza del uso de la fuerza, como instrumental internacional de las políticas exteriores de muchos actores relevantes.

Si no existe la voluntad de entendernos, dialogar y exponer nuestras razones quizás haya llegado el momento de actuar desde las antípodas extremas para intentar superar las diferencias por una tercera vía.

Principiemos por lo tanto un camino que se articule, no en la búsqueda de acuerdos, sino en el convencimiento de que no nos podremos poner de acuerdo y, por ende, debemos aprender a navegar nuestras crisis con este imperativo categórico que parece definir nuestro carácter nacional. (O)