Siempre me ha llamado la atención la estatua de la Justicia que preside los tribunales: una mujer rotunda, con los ojos vendados, que sostiene una balanza y una espada. A veces erguida, otras cansada y sentada, como si también ella se agotara de sostener un ideal que parece cada vez más lejano. Pero la Justicia tiene que sacarse la venda de los ojos.
Las leyes intentan responder a problemas de la realidad, pero esta cambia sin cesar mientras ellas aspiran a ser permanentes. Por eso se multiplican códigos y abogados, para descifrarnos el entramado que pueda aplicarse a la fugacidad de la vida. Siempre me he preguntado si no debería ser requisito para un legislador saber de leyes: nos ahorraríamos asesores y trampas.
Hoy, en medio de barcos de guerras y millones de seres humanos preparados para pelear, quiero detenerme en Frank Caprio, juez de Providence, que murió el 20 de agosto a los 88 años. Se volvió célebre porque trató a cada acusado como a un ser humano digno de respeto. Su sala fue un oasis de ternura en un mundo jurídico rígido y frío. Su sonrisa, sus preguntas sencillas, su capacidad de escuchar la historia detrás de cada infracción –la pobreza, la enfermedad, los tropiezos de la vida– mostraron que la Justicia puede ser cercana y, al mismo tiempo, justa.
El contraste con Ecuador es inevitable. Aquí no recordamos jueces por su humanidad, sino por sus caídas: magistrados presos por vender sentencias, jueces destituidos por liberar delincuentes a cambio de dinero, expedientes acomodados según la llamada del poderoso. Allá se despedía a un juez aplaudido por millones; aquí asistimos a un desfile de togas manchadas por la corrupción.
Caprio convirtió la ley en un acto de empatía. En nuestro país, la justicia se volvió muchas veces un mercado: se vende la libertad de un criminal, la condena de un inocente, la rapidez o la demora de un juicio. Donde Caprio escuchaba las lágrimas de una madre que no podía pagar una multa, aquí abundan jueces sordos que firman resoluciones como quien estampa un sello sin mirar a los ojos.
Y, sin embargo, ambos –Caprio y la justicia ecuatoriana– nacen de la misma raíz: la ley. La diferencia está en la interpretación. Caprio recordaba que cada expediente es una vida. En Ecuador, demasiados jueces parecen olvidar que detrás de cada caso hay seres humanos que sufren y esperan. Allá, un hombre con toga devolvía dignidad; aquí, demasiados la arrebatan.
No se trata de idealizar ni de condenar sin matices. Hay muchos jueces honestos en Ecuador, silenciosos, que resisten la presión y la tentación. Pero la percepción ciudadana, alimentada por escándalos y prisiones, es clara: la justicia ecuatoriana inspira desconfianza. Y sin confianza, no hay justicia posible.
El legado de Caprio no es anécdota: es una lección urgente. Nos recuerda que la ley puede aplicarse sin deshumanizar, que se puede juzgar sin humillar. Su estilo no fue debilidad, sino fortaleza: demostrar que la ternura no resta firmeza, sino que la potencia. Quizás esa sea nuestra tarea pendiente: transformar la justicia en un espacio donde la dignidad cuente más que el dinero. Si un juez se convirtió en símbolo de empatía, ¿por qué nosotros seguimos resignados a jueces esposados por corrupción? (O)