La guerra cumplió un año. No hay nada que festejar, pero sí hay algo que celebrar: Ucrania sigue luchando contra un invasor temible, desproporcionado y atroz. Y no es que resista en un reducto cada vez más chico y aislado de su geografía: lo ha hecho retroceder en algunos frentes y lo contiene en las provincias separatistas y prorrusas del este. Es cierto que Rusia logró abrir un corredor al norte del mar de Azov, hasta la península de Crimea, que se apropió en 2014, pero lo hizo a costa de arrasar ciudades como Mykoláiv y Mariúpol (ya no hay otro modo de tomar ciudades enemigas y es la razón por la que desistieron de tomar Kiev). Eso parece no mosquear a los ucranianos, que se muestran dispuestos a retomar la rebelde región del Donbás y también la península de Crimea en este segundo año de la guerra.

Del año que pasó queda Vladimir Putin aislado del resto del mundo, ya que ni Xi Jinping está convencido de apoyar esa locura. Por el otro lado, a Ucrania la apoya gran parte de las potencias occidentales, sobre todo los Estados Unidos, la NATO y la Unión Europea, que vaciaron sus arsenales de armas vencidas para ayudarlos a luchar contra el invasor; lo interesante es que ahora han empezado a entregar armas de última generación...

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Todo indica que, como van las cosas, en este año se terminan los días de poder de Putin. Lo que no sabemos es si su final será en modo Nicolae Ceauşescu o Erich Honecker, los tiranos comunistas de Rumania y Alemania Oriental. El efecto dominó caerá sobre Bielorrusia y su presidente Alexander Lukashenko y otros dictadores títeres de Rusia que mandan en estados desmembrados de la antigua Unión Soviética.

Rusia tiene –o tenía– el segundo ejército más poderoso del mundo, pero le juegan en contra dos factores cruciales: la corrupción que campa en su logística y complica sus movimientos y las pocas ganas de sus soldados de luchar en una guerra que no mueve la aguja del patriotismo. A pesar de sus ingentes fuerzas armadas, Rusia ha tenido que contratar mercenarios sin patria –que incluye presos sin esperanza– para sus operaciones de vanguardia y llevan contados unos 100.000 muertos además de pérdidas enormes en material bélico.

El mal supremo no es tanto la guerra como la agresión. Cuando uno es agredido no le queda más remedio que luchar...

El mal supremo no es tanto la guerra como la agresión. Cuando uno es agredido no le queda más remedio que luchar contra el agresor hasta vencer o morir. Es la pelea por la vida y por la libertad y no hay fuerza humana que pueda contraponerse. La guerra es un enigma, una enfermedad del proyecto humano que desde Caín y Abel –y antes también– certifica que el conflicto está en nuestra naturaleza caída. No queda otra que tratar de evitarlas y de minimizar sus consecuencias.

La historia enseña que los invasores armados causan desastres y se van como vinieron. En cambio, los imperios que prosperan son los comerciales: los que dominan fabricando, comprando y vendiendo. Y para completar el panorama vale la pena recordar que esos imperios no solo compran y venden información, alimentos, energía o sueños; también fabrican y venden las mejores armas. (O)