El mismo día de su investidura como presidente constitucional, Guillermo Lasso expidió el Decreto Ejecutivo n.º 4 que contiene las Normas de Comportamiento Ético Gubernamental. Decisión plausible ante una sociedad que exige reglas de transparencia en el servicio público. No olvidemos que somos parte de una sociedad de instituciones débiles y de una cultura que soslaya el cumplimiento de los cánones. El servicio público está impregnado de utilitarismo, compadrazgos, favoritismos, gratificaciones y una compleja red de clientelismo que coexiste con habituales prácticas de corrupción.

Durante la década autoritaria, la ética de lo público desapareció por completo. Imperó la política patrimonialista donde se confunde los bienes públicos como propios, donde lo público se concibe como una extensión del patrimonio personal.

Bien eliminar el culto a la personalidad o el despliegue del egocentrismo del caudillo ensalzado y reverenciado en todas las oficinas públicas como el mesías dadivoso con dinero ajeno. Bien que los aviones presidenciales y los vehículos oficiales sean utilizados para estrictos asuntos públicos. Nunca más vuelos no registrados, sin pasajeros, con carga no declarada y destino a paraísos fiscales.

Bien traer los principios de la incompatibilidad y conflictos de intereses, donde los vínculos y favores familiares están por encima del interés general y del bien común. Bien impedir el derroche en los viajes oficiales con agnados y cognados. Ya no más funcionarios deshonestos que desde la función pública burlan los procedimientos legales para favorecer a determinados intereses privados; y, sin rubor pasan al rol de pago de las empresas a las que sirvieron. Se supone que el servicio público es para servir a lo público y no para servirse en beneficio particular, ignorando los valores éticos y la finalidad común.

La normativa expedida demuestra la voluntad política del nuevo jefe del Estado para transitar de la penumbra y la opacidad hacia la transparencia, de lo turbio a la claridad, de lo reservado a lo público. ¿Recuerdan al régimen que declaraba reservados contratos petroleros y confidenciales las cifras de la deuda pública? ¿Recuerdan al caudillo que calificaba como “acuerdos entre privados” las prácticas de sobornos y recompensas de la corrupción? No debemos olvidar la década funesta del poder concentrado. En este tema no cabe alegar el derecho al olvido.

El Fondo de Cultura Económica difundió un pequeño libro de Norberto Bobbio titulado La democracia y su secreto. Ahí se destaca que en las autocracias la regla es el secreto. El gobierno de lo invisible, donde todo se esconde. Bobbio dice: «La democracia es idealmente el gobierno del poder visible, es decir, el gobierno cuyos actos se realicen ante el público y bajo la supervisión de la opinión pública». Sentimos el alivio de estar regresando a la democracia, donde lo opaco y las sombras constituyen lo indeseable.

Que dejemos atrás el gobierno del misterio y la cultura del secreto, en el que los funcionarios podridos multiplican sus fortunas y ostentan el estatus, el cinismo y la impunidad. (O)