Las democracias mundiales, especialmente las de Occidente, sean estas presidencialistas, monarquías parlamentarias o repúblicas parlamentarias, atraviesan indiscutiblemente por una crisis profunda.

La más antigua e icónica democracia del planeta, la de los EE. UU., está mostrando un desgaste casi vergonzante ante la faz de la Tierra.

Dirigida por un presidente que aparece con senilidad y poca lucidez, la conducción del Estado americano muestra síntomas de debilidad, inconsistencia y poca generación de respeto como el líder de Occidente.

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Y del otro lado, un político con muchísimas razones para ser cuestionado, Donald Trump, que no solamente es el primer presidente de ese país en haber sido sindicado en un juicio penal, sino que fue el gestor de un estilo de hacer política contrario a la tradición institucional de su país, y contrario a lo que implícita o explícitamente han sido las reglas del convivir democrático de esa gran nación.

Ese sistema fue diseñado por los founding fathers o padres fundadores, con una sapiencia y visión del futuro como difícilmente una generación o grupo haya tenido en la historia. Construyeron un sólido sistema de pesos y contrapesos y una sólida estructura institucionalidad, cuyo legado de casi 250 años es el testimonio más visible de esa herencia.

Pero ni esa gigante democracia pudo librarse de los efectos del virus populista. Lejos del valor intelectual de políticos de antaño, Trump, incitando al odio y la división, logró el apoyo de una importante proporción de electores que contrariando las tradiciones de legalidad e institucionalidad apoyaron y siguen apoyando una forma de hacer política absolutamente inaceptable.

Si esa democracia está así, si muestra tantas grietas ante el mundo, ¿qué podemos esperar entonces de las nuestras?

Y la respuesta del Partido Demócrata ha sido la de poner a un octogenario que lastimosamente no tiene ya la claridad para dirigir al Estado, y una vicepresidenta de particular falta de profundidad y con creencias extremistas incompatibles también con la esencia de la gran nación americana.

Este vacío ha llevado a que en el mismísimo Congreso americano la capacidad de consensos y las divisiones internas hayan hecho imposible llegar a acuerdos indispensables, y a que se vea acefalía y falta de dirección también en esa institución clave en la historia de los EE. UU. Si esa democracia está así, si muestra tantas grietas ante el mundo, ¿qué podemos esperar entonces de las nuestras?

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Crisis como la de Venezuela, Nicaragua o Colombia son tristes, pero finalmente se vuelven “esperables” o “lógicas”, por historias de conflictos y guerras internas, o baja credibilidad de sus sistemas políticos.

Pero que en la democracia de los EE. UU. se presente un estado de cosas como el actual es el más preocupante de los síntomas de la enfermedad que vive este sistema occidental, pues quien lideró y modeló la vigencia de la división de funciones, de los pesos y contrapesos, y de la seguridad jurídica, da muestras hoy de grietas del sistema democrático actual que nos hacen meditar mucho en la incuestionable necesidad de reinventar este sistema, y perfeccionarlo, para lograr mantenerlo ante la gran revolución tecnológica y cultural del siglo XXI. (O)