La indignación generalizada ante lo sucedido con la abogada María Belén Bernal puede ser un indicador positivo de cierta capacidad de reacción colectiva. Es alentador que variados sectores de la sociedad condenen unos hechos que, por principios básicos de convivencia social y no solo por prescripción legal, deberían ser rechazados por cualquier conglomerado humano. La agresión a otra persona, quienquiera que sea, debería ser motivo suficiente para la condena social y para exigir la acción de las autoridades. Sería ideal que esta reacción se produjera ante todos y cada uno de los hechos que se suceden día tras día, especialmente en contra de las mujeres. Pero, desafortunadamente, eso no ocurre.
En este caso debieron concurrir varios factores para que se produzca esa reacción. Cabe destacar el primero y más importante: el lugar y las condiciones en que ocurrió el hecho o, más precisamente, en que se inició la cadena que concluyó en el asesinato. Que haya sido en un recinto policial –sin los supuestos atenuantes del “intento de fuga” o de “resistencia a la autoridad” esgrimidos por gobiernos autoritarios aquí y en otras latitudes– constituye un hecho gravísimo que requiere de reformas profundas y no solo de explicaciones. Todo el entorno, con fiesta interna, relajamiento de seguridades en la entrada y salida de las personas, acomodaticia interpretación de las jerarquías y el siempre maloliente espíritu de cuerpo, hablan de algo más complejo que la actuación delictiva de un mal elemento. Resulta más condenable el asunto cuando hay testimonios que aseguran que por lo menos una veintena de personas oyeron lo que sucedía y, ni en su condición de policías, mucho menos de seres humanos, movieron un dedo por impedir que siguiera adelante. Que en asuntos de pareja no se debe intervenir, es una frase que nos retrata como sociedad machista, indolente y permisiva.
Caso María Belén Bernal, en una línea de tiempo, todo lo que se sabe de su desaparición y muerte
Pero no solo fue el hecho lo que nos puso frente a la cara más aborrecible del país. Los comentarios en redes sociales ensuciaron más ese rostro y completaron el cuadro nefasto. La rabia inevitable se alimentó más de los prejuicios y de las pasiones políticas que del análisis de lo acontecido. Antes de que se conociera el desenlace ya se lo calificó como femicidio y no faltaron quienes dictaminaron que se trataba de un crimen de Estado. Muy pocos estuvieron abiertos a escuchar argumentos y muchos menos a proporcionarlos. Incluso las respuestas de las autoridades carecieron de argumentos y dejaron ver que eran fruto de la improvisación. Acusar a la Policía en su totalidad, que fue el recurso más socorrido, demuestra oportunismo. Exonerarla sin reconocer las causas y los errores demuestra improvisación. De una y otra manera se alejó la posibilidad de encontrar explicaciones y aplicar sanciones y soluciones.
Lo sucedido en este caso corrobora el diagnóstico sobre las redes sociales que hace el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han. En esas redes, que ya son la principal fuente de información y expresión para una amplia proporción de la población mundial, se han cerrado los oídos. La afirmación de posiciones individuales, la negativa a escuchar y la inexistencia de diálogo impiden la construcción acuerdos mínimos. La infodemia –la reproducción viral y acrítica de la información– construye la infocracia, el nuevo monstruo que amenaza a la democracia. (O)