La ilusión de tener un país y de pertenecer a un espacio estaba marcada por la aspiración a la paz y alimentada por el sueño de que las circunstancias serían propicias para trabajar, progresar, organizar una familia y tener tiempo no solo para ganar dinero, sino también para vivir con razonable plenitud, con libertad y con un sentido de responsabilidad. No era mucho. En eso creímos alguna vez y ese era, de alguna forma, nuestro horizonte.

Para cuajar esas ilusiones, era preciso tener una organización que regule las conductas, haga posible la convivencia, garantice la libertad, declare nuestros los derechos y articule las ideas de justicia y seguridad. Y todo esto para que cada uno, sin menoscabo de los demás, construya su porvenir.

Lo que más les duele

Inventamos el Estado e inventamos la política con el objetivo de servir a la comunidad, para que concilie los intereses, elimine la violencia, y radique en los jueces y en la policía el ejercicio de la justicia y la seguridad. La nación era el sueño que nos unía, la historia era la narración que nos convocaba, y los símbolos eran signos de identidad y testimonios de antiguos empeños. Eran factores de unión y de confianza, eran creencias que soldaban las diferencias.

Nació la legalidad como recurso razonable para articular los derechos, limitar el poder, tipificar infracciones y sancionar. Pero la legalidad se convirtió en un vicioso ejercicio de imaginar métodos para generar burocracia y afianzar proyectos que nunca conocimos y, en muchos casos, crear impunidad. Y la justicia no llegó a ser nada más que una utopía. Y lo que alguna vez fue razonable, se transformó en una telaraña de incertidumbres y en fuente de duda y ansiedad. Y nacieron la desconfianza y la sospecha.

Y la política se convirtió en el principio y fin de todas las cosas, en la única fuente y condición de las libertades y en el “secreto de la paz” que nunca llegó.

‘Venire contra factum’

Más tarde llegaron la saturación y el agobio y la infinita carga de constituciones y leyes para beneficio de los poderosos de turno. Las potestades de legisladores y gobernantes se expresaron en torrentes de normas sin principio ni fin. Y la legalidad se transformó en una novela barata, en narración para abogados, curiales y vivos, en dogma de pontífices laicos que prosperaron repartiendo cielos e infiernos. Y así llegaron la confusión y el desencanto.

Y en esa confusión y en ese desencanto estamos ahora, enredados los derechos en los precedentes, sofocados entre artículos, enterrados bajo doctrinas, sin la certeza de tenerlos, con el temor de perderlos y con la seguridad transformada en miedo. Inermes, desconfiados.

Y en esa confusión, ya no sabemos qué es la democracia y el Estado de derecho, ¿qué se hizo el país en que soñamos? Sí sabemos que a nuestros derechos hay que buscarlos entre cientos de leyes, y por favor del juez o por graciosa concesión del burócrata. Eso sabemos, y en la tarea de entender semejante sistema nos encontramos con el trabajo en declive y el porvenir empañado por la neblina de los temores. Nos queda la sospecha de que lo que inventamos no sirvió a la lejana ilusión de ser libres. (O)